Amazonas | Libro 2 | Saga Estaciones

Capítulo Veintiocho

 

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La bala entró y salió limpiamente del antebrazo de Emily, o eso escuché decir al señor Damos antes de que me sacaran de la enfermería. Entendí por qué lo hicieron, temían que la sangre provocara otra crisis. No me molesté en decirles que la sangre no era el problema, eran los ojos. Esos pozos vacíos que miraban a la nada eran lo que me paralizaban.

Rober acercó el paño húmedo a mi mejilla y comenzó a pasarlo por mi rostro. No pregunté si estaba limpio, la verdad es que no importaba, de todos modos, se iba a ensuciar con la sangre seca de mi mejilla. Hubiese sido más sencillo lavarme la cara, pero los pasillos estaban llenos. Muchas ojos sobre mí no sonaba como algo que me apetezca ahora mismo.

—Cuando te vi, pensé que te habían herido la cara —murmuró Rober. Retiró el paño de mi rostro y comenzó a remojarlo en el cuenco de agua que había traído Anthony. Escurrió el exceso de agua y volvió a la tarea—. Tienes la piel muy bonita —me hizo el cumplido.

—Yo puedo hacerlo —le dije, tratando de tomar el paño. Lo alejó y negó con la cabeza.

—Deja que termine —me regañó. Bajé mi brazo de nuevo—. ¿De verdad no te duele nada?

Negué con la cabeza. No mentía sobre eso, aunque no quisieran creerme. Por más que les dije que la sangre de mi mejilla no era mía, no me creyeron al principio. Fue cuando Emily se los dijo que me dejaron tranquila. Fue ella la que había sujetado mi mandíbula con su mano llena de sangre para que no viera el cuerpo sin vida de Omar. Mantuvo mi rostro fijo al suyo, impidiendo que lo viera.

Todo pasó tan rápido que de verdad no logré ver al hombre.

Cuando Lamec llegó a la escena, también se aseguró de que no lo viera, incluso antes de comprobar si estábamos bien. Unos segundos después llegaron los centinelas que no estaban de servicio y se encargaron de la escena mientras Emily y yo éramos conducidas a la enfermería.

El recuerdo vino sin más. Comencé a levantarme.

—No cerré la puerta —expliqué para que Rober me soltara el brazo. Emily me lo pidió, pero no pude hacerlo ya que me sujetó la mandíbula sin dame tiempo para acercarme a la puerta.

—Seguro ya la cerraron —dijo Rober para tranquilizarme. Anthony solo me miraba, la preocupación grabada en sus suaves facciones—. No, quédate quieta —me regañó por segunda vez en el día. Dejé de intentar ponerme de pie.

Sí, lo más probable era que ya hayan cerrado la puerta. Sin embargo, seguía estando ansiosa. Y con justa razón. Lo que sucedió se salía de todo lo que era normal en mi vida antes de ser exiliada. No, estaba equivocado. Ahora cosas como estas eran normales para mí. Era mi nueva realidad.

En días como estos deseaba volver a Primavera. No duraba mucho el deseo, pero sí era fuerte. Ahora mismo era intenso y tardaría un tiempo en apagarse.

Rober siguió limpiando toda mancha visible de sangre sobre mi piel. Solo quedarían las de mi camiseta.

La puerta se abrió de golpe, llevando a mi corazón a la cima para que caiga a toda velocidad. Los ojos de Ian se encontraron con los míos y el alivió fue expresado por todo su cuerpo. Sus hombros cayeron y soltó aire. Dio dos pasos y llegó hacia mí.

El abrazo vino rápido y repentino. Rober fue empujado a un lado por el cuerpo del centinela.

—No vuelvas a hacerme sentir algo así. —Lo escuché decir desde el hueco de su pecho donde me tenía. Rober se aclaró la voz cuando pasó demasiado tiempo. Ian me alejó y me examinó con los ojos. No conforme con eso, comenzó a comprobar el resto de mi cuerpo. Me movió, alzó mis brazos, palpó con rapidez mis piernas hasta llegar a mis botas. Alzó mi pantalón y me dio una mirada enojada desde el suelo.

—¿Y el cuchillo que te he dicho que siempre lleves contigo? —preguntó. Alejé mi pierna de él. Se levantó y esperó por la respuesta. Miré a Rober y Anthony, quienes también esperaban.

—Metido en mi colchón —respondí agachando la cabeza. Escuché la brusca respiración de Ian—. Es muy incómodo traerlo.

Otra respiración brusca por parte de Ian.

—Es algo que puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte, Laia —dijo con la voz contenida. De acuerdo, aceptaba que era una irresponsabilidad de mi parte, pero esto no era de lo que deberíamos estar hablando.

—Estela se ha ido —dije para traer a colación lo que verdaderamente importante—. Se fue por la cueva de abajo, por el agua. Eso creo —dije al final, puesto que no la vi zambullirse, la escuché, sí, pero no la vi.

La mirada de Ian me decía que no veía la importancia de ello, los demás hombres de la habitación pensaban lo mismo.

—¿No me escuchan? Se ha ido. Hay que salir y buscarla —razoné. Ian apartó la mirada de la mía.




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