Amazonas | Libro 2 | Saga Estaciones

Capítulo Veintinueve

 

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Vi mi cara de espanto a través del reflejo de la máscara del hombre. Mis ojos se veían tan pálidos y mi rostro tan asustado que se me revolvió el estómago. No había comido nada todavía, pero algo quería salir.

Tuve que aferrarme a la cuerda porque mi cuerpo quiso desvanecerse. Se estaba escapando de mi control. Si caía, me rompería algo sin duda. La debilidad debió notárseme, porque el hombre fue a por mi brazo. Estaba justo al frente, ¿cómo demonios no lo vi? ¿Cómo Ian no lo vio?

Alzó mi cuerpo como si no fuera más que trapo. Mis pies tocaron la roca, pero no pude mantenerme de pie. Mis piernas se doblaron y el hombre me sostuvo justo a tiempo. No era como si fuera a perder la conciencia o si tuviera un ataque de ansiedad, era más bien el miedo. Sentía el miedo correr por mis venas, líquido espeso y venenoso que me debilitaba física y mentalmente.

El hombre dijo algo y no le entendí ni una sola palabra. Su voz se oía amortiguada por la máscara, pero aun así se lo escuchaba imponente. Una mujer rubia se aproximó. Su cabello era casi blanco. Nunca había visto un rubio tan pálido en la cabellera de alguien. Ella dijo algo y su rostro se contrajo con cada palabra. Parecía indignada. Su boca se movía rápido y las palabras se escuchaban fuertes, bruscas. En el acento había un claro énfasis en la ere.

Me moví del agarre del hombre, solo un poco, porque mi cuerpo comenzaba a ser consciente de lo que ocurría y quería escapar. Él no se lo tomó muy bien, me dio una sacudida tan fuerte y repentina que mi cuello se fue para atrás de golpe. Un latigazo en una de mis vértebras me hizo ver estrellas. El dolor fue breve, pero potente. No pude recuperarme tan rápido como hubiese querido.

El hombre le respondió a la mujer, cuatro palabras contundentes, o yo las entendí como cuatro. No entendí ninguna, pero lograron que la mujer se callara. Sus labios se apretaron mientras se agachaba. Mis ojos la siguieron. Tenía una especie de contenedor. De él sacó un par de guantes de látex y se los puso. Mi cuerpo reaccionó porque sabía lo que podía significar aquello. Nada bueno desde luego.

Le di una patada muy fuerte al hombre, pero nada pasó. Absolutamente nada, ni siquiera otra sacudida. Nada de nada. La mujer parecía más afectada que él, y eso que ella solo presenció el acto. Tomé la inacción como una invitación. Comencé a sacudirme más.

—Para —dijo el hombre. La pronunciación de la ere sonaba diferente. Algunas personas de Invierno, que no usaban mucho el español, cuando lo hablaban, tenían un acento. Solo que ellos no podían pronunciar muy bien la ere, y este hombre lo hacía de forma exagerada.

Por supuesto, no paré. Hubiese gritado también, pero no quería poner en peligro a Rober o Anthony por si venían a ver qué pasaba. Porque lo harían.

El hombre me soltó, así, sin más. Di dos tropiezos antes de estabilizarme. Llevó su mano a su cintura y supe lo que haría. El grito fue silenciado por el estruendo de la pistola. Debí haber corrido, pero solo pude cubrir mi rostro. No quería ver a qué o quién le había dado. El eco fue alejándose rápidamente.

La mujer dijo algo. El tono no me decía que haya sido un regaño, fue más como un comentario.

—¿Tengo que matar a otro para que te calmes? —preguntó el hombre con su extraño acento. Separé mis manos de mis ojos muy lento, sin atreverme a ver hacia mi derecha todavía. Vi movimiento a mi izquierda.

—No —dije tan solo con un susurro. Mi intensión fue gritarle que regresara, que no saliera, pero no hubo tiempo.

Escuché dos disparos, uno vino de mi izquierda y otro fue de regreso. Caí de rodillas. Mis ojos veían el suelo, un suelo borroso por las lágrimas. Vi hacia mi izquierda. Un cuerpo tirado a media entrada hacia el túnel. Mi respiración se detuvo. El dolor se derramó por mi pecho, ahogándome.

Mis sollozos comenzaron silenciosos primero y luego fueron tomando volumen.

Un grito crudo salió de mi garganta y luego vino otro. Mis lágrimas inundaban mi visión y caían a velocidad constante. Miré hacia la derecha. Mi parte autodestructiva me llevó a hacerlo. Mi aliento salió entrecortado.

Ian seguía arrodillado, con la mirada perdida, pero vivo todavía. La mezcla de emociones me revolvió el estómago y vomité. Vacié todo y cuando terminé me sentí peor que antes; sin embargo, otro sentimiento me fue llenando. El ahogo en mi pecho se iba calentando. La ira se liberó. Los pasos de alguien me indicaron que se acercaba y fue el peor error que pudieron haber cometido.

Mi mano ya había alcanzado el cuchillo de mi bota y cuando estuvo lo suficientemente cerca, solo balanceé mi brazo con la hoja filosa apuntando a la pálida piel de la mujer. El movimiento fue torpe, pero logró su objetivo. En el segundo en que la mujer se dio cuenta de su error, también debió haber sentido cómo se abría la tierna carne de su rostro.




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