Amazonas | Libro 2 | Saga Estaciones

Capítulo Treinta

68747470733a2f2f73332e616d617a6f6e6177732e636f6d2f776174747061642d6d656469612d736572766963652f53746f7279496d6167652f49494632753244427056373674773d3d2d313334373836363536342e313736336432613062646334356433383439363937373638373637302e676966

Un sonido metálico muy fuerte me devolvió a la realidad. No es como si me despertara, porque no abrí los ojos ni me moví de algún modo. No sentía mucho la verdad. La cosa era que mi sola existencia se sentían ligera, o algo así. ¿Cómo explicarlo? Seguía estando más allá que acá, como solíamos decir en Primavera.

Había una discusión que no logré entender porque hablaban en otro idioma.

Recordé lo que pasó, por supuesto que lo hice. Todo con lujo de detalles. Sin embargo, no dolía como creía que lo haría. Lo lamentaba, claro, pero no era como lo imaginé. No se sentía nada como antes.

Quería volver a dormir, mi cuerpo me lo pedía, pero algo me obligó a no hacerlo. Algo que gritaba desde fondo de mi cerebro. Luché contra la extrema necesidad del sueño y fue duro, porque en serio sentía cómo a instantes me iba y volvía cuando los recuerdos aparecían, o el grito se hacía más fuerte.

Una puerta se abrió.

—¿Qué significa para ustedes no llamar la atención? —dijo la persona que entró. Reconocí su voz. Carol estaba aquí. Los sujetos que discutían antes respondieron a la misma vez y no entendí nada—. Sabrá La Orden lo que están diciendo —murmuró Carol. Se colocó a mi derecha, la sentí.

—Ya despertaste —siseó solo para ambas—. ¿Ya estás armando un plan en tu mente? Me pregunto si será para escapar o encontrar a los demás. —¿Tan mal se me daba fingir que estaba dormida? Tenía que aprender a hacerlo. Sospechaba que en un futuro sería una habilidad bastante útil—. Como eres fácil de predecir, me iré por la de encontrar a los demás.

—Te odio —siseé. Por cómo salió mi voz, sospecho que no se me entendió. Abrí mis ojos de a poco, temiendo que la luz me hiciera daño. No sé por qué pensé que había mucha luz cuando apenas estaba iluminado.

Repasé la habitación con la mirada. No había nada especial en realidad. Había lámparas en el techo, pero de ahí no provenía la luz. Una linterna encendida estaba colocada hasta arriba de una repisa.

—No, Laia, no me odias —dijo con tono calmado. Mis ojos se dirigieron a su rostro. Ahora tenía cubierto su ojo con una tela. ¿Qué pasó con su parche? Tan bien que se le veía—. Has pasado por mucho, pero sospecho que todavía no sabes lo que es el odio.

Intenté decirle que de verdad la odiaba, aunque la verdad no lo sintiera. Solo decía lo que recordaba sentir hacia ella. Sin embargo, en lugar de eso me atoré con mi propia saliva y comencé a toser sin control. Me inclinó levemente hacia un lado y esperó hasta que pasó. Mi respiración era entrecortada, pero de a poco se normalizó. Transcurrieron unos minutos antes de que me animase a hablar.

—¿Por qué no me duele? —susurré la pregunta. También tenía otra pregunta en la mente, pero se me olvidó.

—Estás muy drogada —respondió Carol. Eso explicaba por qué mis emociones todavía no me desbordaban. Sentía tristeza por las muertes y la tragedia, pero era lejana, como cuando terminaba un libro. Para nada era normal—. No podemos darte agua, porque…

—Me ahogaría —la interrumpí con una risita. Continué con risitas esporádicas mientras veía el techo roto.

—Sí que estás hasta arriba —comentó Carol.

Silencio, no del incómodo, solo silencio. No me gustaban los silencios incómodos.

Me concentré en llevar aire a mis pulmones, nada más. Mi garganta estaba seca y casi no tenía saliva. Aun así, me atraganté. Solté otra risita.

Carol dijo algo en otro idioma y los hombres salieron. Bien, porque ambos me veían como si fuera un objeto muy valioso o algo así. Como si no pudieran creer que estaba frente a ellos. No me gustaba nadita, nadita.

—¿Entiendes lo que dicen?

Carol alzó uno de sus hombros.

—A veces sí, y a veces no —contestó—. Hablan italiano, es un poco parecido al español, pero el acento lo hace difícil de comprender. —Me contó, aunque no se lo pedí. Que amable que era.

—¿De dónde es ese idioma?

—Está muy lejos de aquí —respondió.

—Europa —dije automáticamente. Era el continente que nunca se me olvidaba, aparte de Asia. De los otros siempre tenía problemas para recordarlos.

—El paraíso —dijo ella en cambio. Para cualquiera esta conversación no tendría sentido, pero ella y yo conocíamos de qué estábamos hablando—. Los famosos paraísos.

—¿Conoces alguno? —pregunté.

Negó con la cabeza.

—Solo he escuchado de ellos. Para conocer uno, debió haber un milenial entre tu familia. La información pasa de generación a generación —reveló. Me comenzaba a aburrir—. Supongo que entre los Myers hubo un milenial.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.