El plan "Fénix" del titiritero en las sombras se desató con una precisión demoledora, como un rayo que cae en un día despejado. La información sobre el depósito secreto bajo el puente Avellaneda, con detalles exactos de los cargamentos ilegales y la implicación de "El Tiburón", apareció como por arte de magia en la oficina de la policía federal. Un sobre anónimo, un email cifrado desde una dirección desechable encriptada con un algoritmo casi indetectable, y una llamada telefónica sin rastro, con la voz distorsionada, fueron suficientes para activar una operación a gran escala que sacudiría los cimientos de Buenos Aires. La redada fue espectacular. Las luces intermitentes de las sirenas perforaron la oscuridad del puerto, el sonido de las botas policiales resonó en los galpones. Imágenes de contenedores llenos de mercancía ilegal, de hombres con el rostro cubierto siendo esposados en el barro, y de "El Tiburón" siendo arrastrado por agentes, suplantando su habitual arrogancia con un pánico abyecto, inundaron los noticieros y las redes sociales. El escándalo era innegable, la vergüenza para los Ferraioli, inconmensurable. La prensa, alimentada por los "descubrimientos" de la policía que parecían demasiado convenientes, no tardó en vincular el depósito con el holding Ferraioli, aunque la conexión era aún difusa para el público general, un hilo suelto en una madeja. La opinión pública empezó a dudar de la honorabilidad de la familia, de su intachable fachada, susurrando la palabra "mafia" en cada esquina.
En la opulenta mansión Ferraioli, el caos era absoluto, una tormenta en un vaso de agua que amenazaba con desbordarse. El viejo Ferraioli, lívido de ira, con venas palpitantes en su cuello, arrojó un periódico al suelo con tal fuerza que las hojas se dispersaron, la foto de "El Tiburón" en la portada pareciendo burlarse de él.
—¡Esto es imposible! ¡Ese depósito era de Rodrigo! ¡Él lo controlaba! ¡Mi propio hijo! ¡Me está costando una fortuna! ¡Nos están arruinando! —bramó, su voz un rugido de animal herido.
Rodrigo, con el rostro ceniciento, negaba con la cabeza, una mezcla de horror y confusión en sus ojos que empezaban a ver fantasmas. Él había intentado ocultar ese movimiento a su padre, un pequeño desvío de sus propias operaciones, una jugada personal para consolidar su poder, y ahora todo había explotado en su cara, dejándolo expuesto, vulnerable. La paranoia lo carcomía desde adentro, alimentándose de su propia ambición fallida. ¿Cómo podía alguien saberlo? ¿Quién lo había traicionado de una forma tan íntima, tan devastadora? Las palabras de Lluvia, “las traiciones vienen de quienes menos esperas", resonaban en su cabeza como una maldición. La sombra de Camille se cernía sobre él, más real que nunca.
Mientras tanto, en la penumbra de un departamento seguro en un barrio humilde, con las cortinas corridas y la luz de la pantalla como único consuelo, Lluvia y Emiliano observaban las noticias en silencio. Una mezcla de satisfacción y un dolor profundo se reflejaba en el rostro de Lluvia, una dualidad que la desgarraba. Cada imagen de la caída de los Ferraioli era una victoria personal, un bálsamo para su alma herida, pero también un recordatorio constante de su propia herida abierta, que se negaba a cicatrizar. Emiliano, al lado de ella, esbozaba una sonrisa fría, casi imperceptible, un gesto de triunfo que no llegaba a sus ojos, que permanecían fijos en Lluvia.
—El Fénix ha alzado el vuelo —dijo, su voz con un matiz de victoria apenas perceptible, un hilo de acero envuelto en seda—. Los Ferraioli están en caída libre, Lluvia. Su imperio se derrumba.
—Lluvia asintió, pero la victoria se sentía agridulce, teñida de un cansancio que iba más allá de lo físico.
El esfuerzo de la doble vida, la constante actuación, el tener que ser Camille y Lluvia al mismo tiempo, estaba dejando mella en su psique. Empezaba a experimentar episodios crecientes de ansiedad y fatiga. Las noches eran un tormento de pesadillas vívidas sobre el fuego, el olor a humo, y el rostro de sus padres, distorsionado por el horror. Durante el día, se sentía como si viviera en una niebla, los pensamientos borrosos, la energía drenada hasta la última gota. Evaluar los riesgos con Emiliano se volvió más difícil, su mente a veces divagaba, perdiendo el hilo de la conversación.
—Esto se está volviendo demasiado grande, Emiliano —murmuró Lluvia, la voz apenas un susurro, cargada de una vulnerabilidad que rara vez mostraba—. Estamos demasiado expuestos. Si alguien nos descubre, si este plan falla, todo esto será en vano. Todo mi sufrimiento... no habrá servido de nada. —El peso de ser descubierta, de que todo su calvario fuera inútil, la oprimía, amenazando con aplastarla—. La situación se vuelve cada vez más precaria, Emiliano. Siento que camino sobre un hilo invisible. —Emiliano la consoló, asegurándole que estaban seguros, que él no permitiría que nada le pasara, pero en sus ojos, mientras la estrechaba, había una determinación inquebrantable que no admitía retirada, una convicción que no era del todo tranquilizadora.
En medio del torbellino de la crisis Ferraioli, Juan, el amigo de la infancia de Rodrigo, un abogado leal y perspicaz que había sido testigo de la evolución del heredero de los Ferraioli, comenzó a notar anomalías que lo inquietaban profundamente. No solo la caída en picada de la empresa, que él conocía por dentro, sino el cambio radical en Rodrigo. Su antes arrogante amigo ahora era un manojo de nervios, obsesionado con "traiciones" y "fantasmas del pasado", sus ojos vidriosos y distantes. Juan intentó ayudarlo, ofreciendo su apoyo incondicional, su lógica, pero Rodrigo se había vuelto hermético, desconfiado de todo y de todos.
Pero lo que más le llamó la atención a Juan fue la dinámica entre Lluvia y Rodrigo. Los había visto en el evento de la Embajada Francesa, la intensidad de su conversación, el dolor palpable en los ojos de Lluvia, la desesperación cruda en los de Rodrigo. No era la típica interacción de una exnovia amargada, buscando solo un momento de triunfo personal. Era algo más profundo, algo cargado de una historia que Juan sentía que se le escapaba. Recordó los viejos rumores sobre el pasado de Camille García, la niña que había sido su amiga de la infancia, la vecina de Rodrigo, y que había desaparecido tan misteriosamente, borrada del mapa. Había olvidado el nombre "Camille" por completo hasta que Rodrigo, en un momento de furia irracional, lo había mencionado en un monólogo incoherente sobre "el caos de Lluvia".