La noche había caído sobre el barrio de Belgrano, cubriendo las viejas calles empedradas con un manto de sombras danzarinas y la promesa de una fiesta que parecía un eco distorsionado del pasado. Lejos del glamour de Puerto Madero, este rincón de Buenos Aires conservaba un aire señorial y decadente, con casonas de principios de siglo XX que susurraban historias. Rodrigo condujo su reluciente Mercedes Benz por las avenidas familiares, el corazón latiéndole con una mezcla incomprensible de ansiedad punzante y una extraña, casi dolorosa, familiaridad. El destino de la fiesta de Tamara, según Jeremías le había informado con su habitual entusiasmo a través de un mensaje de texto, era una casa antigua y hermosa, que había permanecido vacía y en venta por años, su fachada carcomida por el tiempo y el abandono. Cuando estacionó a varias cuadras de la dirección, para evitar la aglomeración de autos, su mirada se posó en la fachada de la casona colonial, sus ventanas oscuras como ojos vacíos, y un escalofrío helado le recorrió la espalda, erizándole los vellos de la nuca. Era la casa de los García. La antigua casa de Camille. El aire se volvió denso, casi irrespirable.
Minutos antes, en una tensa conversación telefónica con Juan, la confusión de Rodrigo se había intensificado hasta el punto de la desesperación.
—Juan, necesito que me digas, ¿estás seguro? Lo que me dijiste... ¿es posible? —La voz de Rodrigo era apenas un susurro, cargado de una urgencia desesperada, como si la verdad lo estuviera asfixiando desde adentro.
Juan había sido cauteloso, sí, pero firme en sus palabras, susurrando verdades que Rodrigo no quería escuchar. Le había contado sobre las anomalías en el caso de la explosión que había devorado la casa de los García: los cabos sueltos que la policía no había investigado a fondo, las inconsistencias en los informes, los rumores susurrados en el barrio sobre una familia arruinada, una historia borrada con el tiempo. Y, sobre todo, le había hablado de la sorprendente e inquietante similitud entre Lluvia y la Camille de sus recuerdos infantiles, una imagen que ahora lo perseguía sin descanso. Le había mencionado la coincidencia de su aparición con los problemas de los Ferraioli, la secuencia de eventos que parecía demasiado perfecta, demasiado orquestada para ser aleatoria.
—Rodrigo, no tengo pruebas contundentes, solo indicios. Pero la forma en que te mira Lluvia... la intensidad de su odio... y las pistas que te ha dado, tan precisas. ¿No te parece demasiado, Rodrigo? ¿No te parece que hay algo más aquí, algo que va más allá de la simple casualidad? —Juan no había necesitado decir más.
La duda, fría y corrosiva, se había instalado como un veneno en el alma de Rodrigo, carcomiendo su fe en la realidad, en su propia percepción. Si Lluvia era Camille, entonces la destrucción de su familia no era un simple golpe de la competencia, sino una venganza personal, una vendetta forjada en las cenizas de un pasado que creía sepultado.
Al bajar del auto y caminar hacia la casa, el aire nocturno se sentía extrañamente cargado, denso con recuerdos y con una energía palpable, casi eléctrica. La música, una mezcla de indie pop y algo de rock nacional argentino, vibraba desde el interior, aunque animada y pulsante, no lograba disipar la atmósfera densa que rodeaba la antigua casa, una especie de aura lúgubre que la envolvía. La fachada, con sus rejas de hierro forjado y sus balcones coloniales, parecía observarlo con ojos vacíos. Unos pocos faroles rotos apenas iluminaban el jardín delantero, que ahora crecía salvaje y descuidado, invadido por la maleza y las enredaderas. Un grupo de jóvenes, probablemente universitarios del barrio, reían en la entrada, sus voces ajenas a la historia de dolor que impregnaba el lugar.
Rodrigo, al cruzar el umbral, sintió una oleada de recuerdos que lo asaltaron con la fuerza de una ráfaga de viento helado: risas de niños resonando en el eco del salón vacío, el aroma a jazmines del jardín que ahora crecían salvajes, la voz cantarina de la pequeña Camille que le recitaba un poema al atardecer en el porche. Dentro, la casa había sido vaciada de sus muebles originales y decorada para la fiesta con luces de neón y algunos sofás modernos prestados, pero la estructura, las molduras en el techo, los pisos de pinotea, todo permanecía. Cada rincón le resultaba extrañamente familiar, una punzada de nostalgia se mezclaba con un horror creciente, una revelación que lo golpeaba con la fuerza de un puñetazo. Su pecho se oprimía, casi sin dejarlo respirar. ¿Era esto una cruel coincidencia o una trampa elaborada con una astucia diabólica? ¿Se había atrevido Lluvia a traerlo a su propia tumba?
El salón principal, donde ahora se concentraba la mayoría de los invitados, estaba abarrotado. La música retumbaba en las paredes altas, y el aroma a cerveza barata y cigarrillos se mezclaba con el dulzón de los tragos preparados. Había mesas improvisadas con papas fritas y algunas pizzas frías, y un pequeño bar donde un Jeremías eufórico servía ponche. Rodrigo escaneó la multitud, sus ojos buscando una figura, una certeza, una confirmación a sus peores miedos.
Y entonces, las vio. Lluvia, radiante y terrible, una visión de belleza helada y peligro inminente, destacándose entre la multitud con una elegancia que contrastaba con el ambiente juvenil y despreocupado de la fiesta. Estaba acompañada por Emiliano, quien parecía más una sombra adherida a ella que una persona, un guardián silencioso y ominoso, sus ojos siempre fijos en Lluvia. La llegada de ambos creó una tensión palpable en el ambiente, como si el aire se hubiera vuelto más denso, cargado de electricidad estática, un presagio de tormenta. Las miradas se cruzaron, una descarga silenciosa, un duelo de voluntades que solo ellos podían sentir. Los ojos de Rodrigo se clavaron en Lluvia, una mezcla tormentosa de dolor, asombro y una rabia incipiente que comenzaba a bullir en su interior. Ella lo estaba haciendo. Ella había vuelto. Y lo había traído a su propio santuario de dolor.