De vuelta en el departamento seguro, un refugio modesto en el corazón de Palermo Viejo, la luz de la madrugada apenas se colaba por las persianas desgastadas, tiñendo el aire de un gris melancólico y frío. Lluvia se sentía como si los ecos de la fiesta en su antigua casa aún la persiguieran, una cacofonía fantasmal que se aferraba a su piel. La música retumbando en sus oídos, el rostro horrorizado de Rodrigo grabado a fuego en su memoria, el aroma a jazmines marchitos mezclado con el hedor persistente a humo y ceniza de su hogar de la infancia… todo se mezclaba en una sinfonía de dolor que la estaba ahogando. Apenas cruzó el umbral de la puerta, un deseo irrefrenable de soledad la impulsó a encerrarse en el baño, buscando refugio en la fría soledad del mármol, en el silencio que solo el encierro podía ofrecerle.
El espejo, implacable en su reflejo, le devolvía la imagen de una extraña: ojos hundidos y enrojecidos por el llanto contenido, ojeras pronunciadas que delataban noches sin dormir, una palidez cadavérica que la hacía parecer un fantasma, una mujer que se había desdibujado en su propia venganza hasta perderse a sí misma. Se dejó caer al suelo, las rodillas contra el pecho, abrazándose a sí misma con una fuerza desesperada, como si pudiera contener la avalancha de emociones que la abrumaban, que amenazaban con arrastrarla al fondo de un abismo. Las palabras de Rodrigo, sus súplicas rotas de negación, se enredaban con los gritos silenciosos de sus padres en el incendio, una tortura auditiva que resonaba en su mente. El peso de sus acciones, la crueldad con la que había desenterrado su pasado y se lo había arrojado a Rodrigo en su propia casa, en su antiguo hogar, era una carga insoportable, una losa de plomo que la estaba aplastando. Las lágrimas, que rara vez permitía fluir libremente, brotaron ahora, silenciosas y amargas, empapando el frío azulejo bajo su rostro.
La puerta del baño se abrió suavemente y Emiliano apareció, su silueta alta y esbelta recortada contra la tenue luz del pasillo, una sombra que la protegía y, a la vez, la vigilaba. No dijo nada al principio, solo la observó un instante, sus ojos fijos en la figura vulnerable de Lluvia, comprendiendo la tormenta interna que la consumía sin necesidad de palabras. Luego, con una calma que siempre la sorprendía, una calma que a veces parecía inhumana en su imperturbabilidad, se sentó a su lado, sin invadir su espacio, pero ofreciendo una presencia silenciosa, inquebrantable, una roca en medio del caos. El frío del mármol pareció atenuarse ligeramente con su cercanía.
—Amor —dijo, su voz suave, apenas un susurro en la quietud casi reverencial del baño—. Tengo buenas noticias, Camille. Tamara González. Confirmado. Se ha aliado con nosotros.
Lluvia levantó la vista, sus ojos enrojecidos e hinchados por el llanto, el rostro surcado por las lágrimas que habían dejado rastros salados. La mención del nombre de Tamara, el nombre clave en su plan, trajo consigo una chispa de alivio, un rayo de esperanza fugaz en la oscuridad de su dolor. Tamara era la clave. Era el paso siguiente, el engranaje que faltaba para el movimiento final.
—Bien —murmuró, su voz apenas audible, áspera por el llanto—. ¿Qué... qué papel tiene? ¿Es fiable? ¿No es un riesgo dejarla tan cerca?
Emiliano asintió, su mirada fija en el horizonte invisible de su plan, en la gran estrategia que solo él parecía ver con total claridad.
—Ella es nuestra infiltrada clave en la empresa Ferraioli, Lluvia. La pieza que necesitábamos para acceder a la información financiera más sensible de la corporación. Especialmente la de la cuenta en Suiza, esa que es el corazón de su imperio oculto, donde guardan sus mayores secretos y sus ganancias ilícitas. Creemos que el anciano la ha posicionado para eso mismo, y ella está tan ávida de reconocimiento, de un lugar en el mundo, de ser una heroína a su manera, que no dudará en seguir el rastro que le hemos 'dejado'. Piensa que lo está descubriendo por su cuenta, que es su propio golpe de genialidad, su momento de gloria. —Una fugaz sonrisa, casi imperceptible, fría y calculadora, cruzó el rostro de Emiliano—. Esto nos da una ventaja decisiva, Lluvia. Es el golpe final que necesitamos para pulverizar a los Ferraioli de una vez por todas.
Por un instante, un resquicio de alivio inundó a Lluvia, una pequeña pausa en la tormenta que la asediaba, un breve respiro del dolor. Era el progreso. Era el avance hacia su objetivo, hacia la culminación de su venganza. Pero la tregua fue efímera, como una pompa de jabón que estalla al menor contacto. El dolor por la pérdida de sus padres, el vacío inmenso que habían dejado en su vida, era un pozo sin fondo que ninguna victoria, ninguna cantidad de justicia, podía llenar. La imagen de la casa en llamas, el olor a humo penetrando en su memoria como una brasa, el recuerdo de sus risas, su voz, los gestos de cariño, la golpeó de nuevo con una fuerza abrumadora, haciéndola temblar incontrolablemente. Se derrumbó contra el pecho de Emiliano, buscando consuelo, las lágrimas empapando su camisa, un sollozo ahogado escapando de su garganta, desgarrador en su desesperación.
Emiliano la abrazó con fuerza, un gesto que rara vez permitía, rompiendo por un instante su coraza de frialdad, y la estrechó contra él. Su voz, ahora cargada de una vulnerabilidad que Lluvia nunca había oído, una grieta en su habitual fachada inquebrantable, resonó en la pequeña habitación.
—Lo sé, Lluvia. Lo sé. Este dolor... es una bestia voraz. Sé lo que sientes. La rabia que te consume por dentro. La impotencia de haber sido una niña indefensa, de no haber podido hacer nada. El vacío inmenso que te dejaron. —Su voz se quebró ligeramente, un atisbo de su propio sufrimiento emergiendo, una grieta en su propia armadura—. "Yo también lo he sentido, Camille. La injusticia. La impotencia de ver cómo te quitan lo que más amas, cómo te despojan de tu vida, de tu futuro. Cómo el mundo te arranca todo sin piedad, sin explicación. —No dio detalles, no mencionó nombres ni circunstancias de su propia tragedia, pero la crudeza de su emoción era palpable, una herida abierta que latía en sintonía con la de Lluvia. Era el dolor compartido, el eco de tragedias paralelas que los unía con un lazo inquebrantable, más allá de la amistad o el amor, un lazo de sangre espiritual, de almas rotas que se reconocían en la oscuridad.