La ciudad de Buenos Aires despertó bajo un sol resplandeciente, un lienzo de azules y dorados que se extendía sobre sus avenidas y edificios, ajena al eco de los disparos y las tragedias del imperio Ferraioli. En los quioscos, los periódicos exhibían titulares sensacionalistas: el "accidente" de Rodrigo Ferraioli dominaba las portadas, un final abrupto para el heredero de un imperio desmoronado. Había sobrevivido en estado de coma por tres años, pero ayer a la noche sufrió un paro cardíaco y todos pensaban que iba a morir.
En el hospital, el cuerpo sin vida de Juan Ferraioli yacía en la morgue después de dos años, su último acto de valentía resonando en el silencio gélido de las cámaras frigoríficas. Y Lluvia, o Camille, se aferraba a la mentira de Emiliano sobre la muerte de Rodrigo, una pequeña balsa de aire en el mar embravecido de su dolor y la creciente, innegable certeza de una nueva vida gestándose en su interior. El aire olía a un día nuevo, pero para ella, el peso del pasado era más denso que nunca.
Lluvia, al amanecer, abrió los ojos lentamente, sintiendo el cuerpo pesado y la mente nublada por el cansancio. Lo primero que hizo fue buscar la mirada de Emiliano, sus ojos encontrándose en un saludo silencioso que encapsulaba la última semana de caos: la balacera en el departamento, la huida desesperada, la angustia, la muerte de Juan. La herida en su frente palpitaba levemente, un recordatorio físico de la brutalidad de Rodrigo, de la desesperación que había consumido a los Ferraioli. Se incorporó con una lentitud que le pesaba en los huesos, sus músculos protestando con cada movimiento. Caminó hacia el placard, sus movimientos casi automáticos, y eligió un largo saco de un profundo azul verdoso, un color que evocaba la serenidad de los bosques y el mar, la paz que tan desesperadamente anhelaba, la que sentía que le era esquiva.
Volvió a la habitación, el aire denso con las preguntas no formuladas que la asfixiaban. Se sentó frente a su tocador, la superficie de madera pulida reflejando su rostro pálido y ojeroso. Con una mano temblorosa, agarró una hoja de papel en blanco y el bolígrafo. Respiró hondo, el aroma metálico de la tinta mezclándose con una familiar náusea que ya no podía ignorar. Cada palabra que trazaba era una punzada en su alma, un desgarro en el tejido de su ser:
Querido Emi:
Pensé que la vida, con su cruel ironía, me había dado otra oportunidad contigo, una rendija de luz por donde la esperanza podía colarse. Creí, con una fe casi infantil, que íbamos a lograr vivir del modo que nos merecíamos, lejos de las sombras del pasado, construyendo algo nuevo y puro sobre las ruinas de lo que fue. Creía, con cada fibra de mi ser, que mi amor por ti, y el que juntos podíamos crear en este mundo roto, iba a ser más fuerte que el rencor que me carcomía día a día y el dolor insoportable que me había forjado en esta existencia. Pero estaba equivocada, Emi. Amargamente equivocada: no lo fue, no fue suficiente. Mi amor no fue un bálsamo capaz de curar la oscuridad que ambos llevamos dentro, esa mancha que nos define. No te importó mi fragilidad, ni mis dudas, ni la vida incipiente que uníamos a nuestros destinos, y tuviste que asegurarte que de verdad me iba a quedar contigo, a tu lado, anclada a ti por la sangre y la culpa. Por eso, Emi, sé que Rodrigo tiene mucho que ver en lo que nos pasó. Lo sé. La verdad es un veneno que me ahoga, que me quema desde adentro.
Teníamos una familia, y ahora, en este infierno, hubiera seguido creciendo, este amor tóxico hubiera seguido engendrando vida en la oscuridad de nuestras mentiras. Pero lo niego. Niego con todas mis fuerzas a que este amor tóxico siga creciendo, a que sus raíces se hundan más profundo en esta tierra de dolor y venganza que nos consume. El bebé que llevo conmigo va a morir, Emi, al igual que yo. No permitiré que cargue con el peso de esta oscuridad, de esta herencia de sangre y traición. No permitiré que su inocencia sea mancillada por nuestro pasado.
Los amo...
Dejó de escribir, las lágrimas ya no empañándole la visión, sino cayendo silenciosas y pesadas sobre el papel, formando pequeñas manchas oscuras. Apoyó la carta con sumo cuidado sobre el marco de una pequeña foto familiar en el tocador: ella, Emiliano y los niños, sonriendo, una imagen idílica de una vida que nunca sería real, un futuro robado. Miró a su "esposo" en la foto, sus ojos fijos en los suyos, y esbozó una sonrisa desolada, una mueca de desesperación y resignación. Su mano, casi por inercia, se posó instintivamente sobre su vientre, plano aún, pero que ya sentía distinto, hinchado por la vida que crecía, un pequeño latido que ella sentía. Acarició la incipiente protuberancia con una ternura infinita, una despedida silenciosa a la vida que no vería la luz del día.
Con el corazón desgarrado y la mente clara, Lluvia se levantó. Caminó con pasos lentos y pesados hacia la habitación de sus pequeños, el sonido de sus respiraciones infantiles, tranquilas y ajenas al infierno que la rodeaba, era un bálsamo y una tortura. Se inclinó sobre cada cuna, besando las frentes sudorosas, dejando besos suaves y húmedos de lágrimas sobre las mejillas sonrosadas de los niños, un último adiós cargado de un amor puro y desesperado. Las lágrimas de afecto, puras y desesperadas, rodaron por sus propias mejillas, surcando la piel pálida. Soltó un suspiro desde lo más profundo de sus adentros, un aliento final de su alma, una entrega, y salió de la habitación, cerrando la puerta con una delicadeza que contrastaba con la tormenta apocalíptica que rugía en su interior. Se encaminó a la salida de la mansión, pero retrocedió un poco, sus ojos fijos en la puerta del garaje, un pensamiento final cristalizándose en su mente. Se acercó, abrió la puerta rechinando y agarró un bidón de gasolina que guardaba en un rincón. Subió a su auto, el motor rugiendo a la vida con una fuerza que parecía burlarse de su propia fragilidad.