Era el 20 de diciembre cuando Amelia se decidió por fin a salir de casa. Sus vacaciones habían iniciado un par de días atrás y desde entonces se había encerrado en su apartamento en el que vivía sola desde que Anita, su compañera, decidiera juntarse con Sebastián, el mensajero de la oficina en la que ambas trabajaban, dejando una habitación vacía y la mitad de la alacena desocupada. Se vistió con el enorme abrigo negro que su padre le había regalado, salió a la calle fría, llovía, como lo hacía casi la mayor parte del año, una lluvia suave y ligera, acompañada de un aire frio que enrojecía su nariz y la hacía moquear. Aún estaba a tiempo de dar media vuelta y devolverse a su cama, a pesar de apenas ser las seis de la tarde, la noche ya se sentía fría y pesada. Sin embargo, respiró hondo y empezó su marcha, tomo un bus que la llevaría al centro comercial.
Se preguntó si a estas alturas valía la pena seguir manteniendo una promesa hecha a su madre unos nueve años atrás. Justo un año después de que ella decidiera abandonar el seno de su familia y buscar su propio camino. Su madre había enfermado, todo fue muy rápido como para que ella siquiera pudiera sentirlo, solo lograba recordar que un día ella la había llamado, tal cual lo hacía cada semana para saber cómo estaba, y le había dicho que estaba enferma —nada grave—, había dicho ella —es solo una gripe—, ocho días después su hermano menor estaba llamándola para decirle que habían tenido que hospitalizarla. Volvió tan pronto como pudo hacerlo, la encontró en la cama del hospital sonriente, jugaba con uno de sus nietos que no hacía sino presionar los botones de la maquina a la que estaba conectada. Se veía bien, a pesar de haber bajado unos veinte kilos y de haberse arrugado como una uva pasa, se veía bien, como una abuela de un cuento de navidad, y de repente le entró una nostalgia tremenda que la hizo llorar frente a ella, ella la abrazo amorosa como siempre lo había hecho. Había sido el tipo de mujer tradicional, como las de los comerciales, se había hecho cargo del hogar, de sus hijos y de su esposo. Amelia se había prometido a si misma darse una vida diferente, pues a pesar de que ella siempre se había mostrado feliz y conforme, la veía triste, como si a pesar de todo, hubiera habido en ella un vacío enorme que nunca pudo llenar. Esa noche en el hospital Amelia le prometió que se haría cargo, era su única hija, y era a la única que podía pedírselo, le pidió con una sonrisa, que los mantuviera juntos, al menos en navidad, justo un día antes de morir.
Y ella lo había hecho, había cumplido con su promesa lo mejor que había podido, se había esmerado, pero ahora muchas cosas habían cambiado, ahora estaba a punto de pasar su primera navidad sola.
Llego al centro comercial más tarde de lo planificado, el tráfico estaba terrible, a pesar de la lluvia y el frio la gente no dejaba de salir a borbotones. Nunca había odiado la navidad, al contrario, siempre había sido una de sus festividades favoritas, pero ahora sentía que si seguía sintiéndose así de incomoda, empezaría a odiarla pronto. Fue hasta el almacén que buscaba. De alguna forma quería cumplir su promesa, y pensó que aun si estaba sola, podía hacer la celebración en su casa, por lo que había decidido finalmente comprar un árbol. Los había de todos los tamaños y todas las formas. El de su casa siempre era —o había sido— el más grande de la cuadra, tan verde y frondoso, con tantas bolas y peluches y juguetes que sus hermanos colgaban sobre él. Miro el precio del más grande que vio, no con intenciones de comprarlo, no tenía el espacio donde ponerlo, dio un resoplido al adivinar el precio, aun si quisiera comprarlo estaba fuera de su alcance, se encantó al fin por uno más pequeño, de un metro y veinte de alto más o menos, menos voluptuoso y con mayor espacio entre sus ramas, pero que se ajustaba perfecto al espacio y el presupuesto con el que contaba. Se preguntó si debía comprar más adornos para la casa, un papa Noel, o un par de renos, pero todo era excesivamente costoso, compro un par de paquetes de bolas, para decorar el árbol, recordó que en su casa tenía un par de muñecos coleccionables que podría poner también. Pagar fue una odisea, la fila en la caja registradora era enorme, y había niños por todos lados, jugando y riendo.
Luego de pagar se detuvo a pensar si debía comer algo antes de volver, a pesar de ser ya las nueve de la noche los comercios seguían todos abiertos, y la cantidad de personas no disminuía, por lo que pensó que sería una buena oportunidad para comer algo decente. Desde que iniciaran sus vacaciones su alimentación no había variado mucho, no había dejado de comer frituras, pollo asado, pizza y gaseosa, estaba consciente de que subiría un par de kilos, pero que más daba, en su casa, o mejor en la de sus padres, habría estado comiendo buñuelos y natilla, vino, mucho vino y galletas. Se detuvo en un local de ensaladas y sándwich, pidió ambos, no había comido nada más que crispetas de maíz en todo el día, tardó en encontrar sitio donde acomodarse, pero finalmente logro que una pareja de novios la dejaran sentarse con ellos, a falta de sitios libres. Comió en silencio, trato de no prestar atención a la discusión que la pareja mantenía acerca de en donde debían pasar las festividades, si en casa de ella o la de él. Al final se fueron acalorados y discutiendo antes de que ella terminara, por lo que cuando al fin la dejaron sola, mordió con ganas su sándwich sin comenzar y dio un sorbo a su limonada, cuando vio que una pareja estaba a punto de sentarse a su lado, haciendo lo mismo que ella había hecho antes, se levantó y se fue a casa.