Sol guardó el número de su Amigo Secreto y memorizó la divertida lista que envió. En lo que le gustaba de la navidad, puso que la tradición de las doce uvas y la del muérdago (si Recursos Humanos lo veía, podrían sancionarlo por ligón), en el momento que le gustaría experimentar, escribió adrenalina (se imaginó a Bruno Romano lanzado desde un puente sin protección hasta caer al helado río de la ciudad) y, en lo que le gustaba hacer a solas, colocó ver las estrellas. Negó con la cabeza y saltó dando un paso hacia atrás al darse cuenta de que el Dragón Romano la miraba con el ceño fruncido.
—¿Por qué sonríe así? —preguntó mirando a su alrededor—. Luce como una mujer con problemas. ¿Se encuentra bien?
—Por supuesto, solo pensaba.
—Sí, López me advirtió sobre sus trances creativos. Espero que haya estado pensando en la campaña —dijo, adentrándose al tráfico de la ciudad.
Guardó la lista y el enlace de la red social en las notas de su teléfono para revisarlo después, porque ya lo había descubierto de chismoso momentos antes.
Sol no tardó en comprobar que los horribles comentarios vertidos desde que entró a trabajar en Epicentro sobre el hombre que llevaba a su lado, se quedaban cortos. Él no era un Dragón, era el Señor de las Tinieblas en persona. De los treinta minutos que les tomó atravesar el camino hasta llegar al restaurante, se la pasó veintinueve regañando y acortando plazos por teléfono.
—¿Y cómo suele celebrar estas fechas, señorita Granados? —preguntó después de mover el asiento para que ella se sentara e hicieran sus pedidos.
Ella se le quedó mirando, solo para comprobar que escuchó bien, pero pensó seriamente en la probabilidad de que ese hombre padeciera de un violento trastorno de personalidad múltiple. Cómo era posible que luciera tan calmado después de decirle a alguien que se considerara despedido si no le enviaba un documento en cuarenta minutos.
—Con mi familia. Navidad en casa de mis padres y Año Nuevo, con el ganador del concurso. —Se mordió la lengua por haber revelado uno de sus secretos familiares. Con el tiempo, comprobó que no todos compartían su emoción, ni entendían cuanto disfrutaba y lo serio que consideraba el concurso familiar. Obtuvo burlas y comentarios que la hirieron mucho cuando lo contó y con ello, aprendió a ser un poco más reservada sobre ese tema en particular.
—¿Qué concurso? —le preguntó Bruno y parecía realmente interesado, pues sus ojos se abrieron y notó cierto brillo en sus ojos. Tanto así que estuvo tentada de hablarle de la tradición, pero al final no se atrevió.
—¿Usted qué hace? —dijo para desviar la atención hacia él.
—Las festividades de la época a veces representan un gran inconveniente, así que trato de ser proactivo y adelantar tanto trabajo como pueda. Hábleme de ese concurso.
—Mejor hablemos sobre la campaña.
—Como quiera. Hay que eliminar el slogan del final y las tonterías infantiles de los primeros segundos.
—La prueba de concepto arrojó que fue lo que más atrajo. —Sol cerró los puños y Bruno lo notó de inmediato.
—¿Usted cree que a los hombres les gusta usar la lavadora vestidos con mandiles rosas?
—¿Usted cree que las mujeres se sienten dichosas haciéndolo? ¡Ah, claro que lo cree! Usted aprobó el comercial —dijo suspirando, como si él fuese una causa perdida—. Mi objetivo es...
—Ya lo sé, lo repite quince veces en todo el informe, pero no es forma de hacerlo.
—Bueno, me alegro de que esté aquí para expeler su famoso fuego y salvar a la princesa —dijo con las mejillas encendidas apoyando ambas manos sobre la mesa. No solía molestarse y llegar a ese nivel de insubordinación, pero él lograba sacarla de sus casillas con demasiada facilidad.
—¿Me acaba de llamar dragón a la cara? —preguntó entrecerrando los ojos.
Para entonces, ambos se habían inclinado frente al otro, como preparados para una batalla sin cuartel, una lucha de voluntades donde ninguno estaba dispuesto a ceder. Se miraron a los ojos y luego bajaron la vista a la vez hacia los labios del otro, pero el carraspeo del mesero les explotó la burbuja cuando hizo un gesto para dejar los platillos solicitados frente a ellos. Bruno y Sol tragaron con fuerza, confundidos por lo que acababa de pasar entre los dos.
Comieron en silencio hasta terminar y desecharon la idea de pedir el postre, porque el ambiente seguía cargado de una electricidad imposible de ignorar y ninguno sabía cómo dirigirse al otro, después del bochornoso espectáculo que dieron.
—Debo ir al hotel —dijo él al fin, sin atreverse a mirarla. No sabía a dónde había ido a parar su seguridad innata.
—Yo a trabajar en los cambios —se apresuró a responder—. Tomaré un taxi desde aquí.
—De eso nada, la llevo yo —se impuso Bruno, recobrando un poco de sí mismo. Aunque la verdad era que no quería que se quedara con esa pésima impresión o tomaría como cierto todo lo que se decía de él.
—¿Y por qué?
—Porque me gusta... —La mirada de cervatillo encandilado que le dio Sol le provocó acercarse y repetirlo en un tono más sugerente, en cambio dijo—: porque me gustaría cerciorarme de que ha llegado a salvo a su destino. Me han advertido que, a esta hora, esta ciudad es un poco insegura.
Sol afirmó con la cabeza, porque no podía contradecirlo en eso, pero se sentía demasiado ansiosa y avergonzada por su reacción. Si no la despedía justo después de finalizar esa campaña, sería un milagro de Navidad. Era su primer año de demostrar su valía y quería esa comisión, pero comprendía que había cruzado tres pueblos y que ningún jefe le dejaría pasar eso, menos el Dragón Romano.
Tal como se lo ofreció, la dejó frente a Epicentro y solo se bajó para abrirle la puerta, pero no la acompañó por los escalones, así que hizo una pequeña carrerita hasta cruzar la entrada. Allí, frente al árbol de Navidad de la empresa pudo exhalar y dejar de ser consciente de cada respiración.
#12695 en Otros
#3801 en Relatos cortos
#19964 en Novela romántica
#3499 en Chick lit
Editado: 18.12.2021