Amigos

I

Feliz, mirando hacia el exterior, viendo los coches pasar y los árboles quedarse atrás. Contento de que por fin podría pasar un tiempo con su mejor amigo, que solo veía para salir un rato mientras el resto de las horas del día las pasaba solo, esperando cualquier ruido frente a la puerta, esperando escuchar el sonido del vehículo que lo traía todas las noches a su hogar.

Detuvo el coche y al abrir su puerta bajó y corrió lejos como siempre le gustaba hacer cuando tenía oportunidad. Le encantaba sentirse libre. Se detuvo y miró hacia atrás, buscando a su amigo, a su dueño. Este ya se había montado en aquel maldito vehículo que siempre se lo llevaba, y se lo llevó una vez más. Corrió, apretó todos los músculos de su cuerpo para alcanzarlo, pero lo único que dejó atrás fue polvo y piedras saltando a los laterales de la carretera. Al ver que no podía alcanzarlo se detuvo, y volvió al lugar donde se estacionó anteriormente, donde se bajó y sintió aquella libertad después de tanto tiempo. Esperó ahí pensando a que volvería, soportó el frío de la noche ansioso por volver a escuchar aquel maldito sonido que lo traía siempre de vuelta.

Al amanecer se movió de ese lugar hacia la carretera, mirando por donde se marchó, viendo que en el horizonte no se vislumbraba nada más que árboles y un camino infinito de tierra que no había visto nunca. Y allí se sentó nuevamente, pensando que aquella máquina volvería con su amigo en su interior, recogiéndolo entre sus brazos, jugando con él.

– ¿Qué haces ahí? –un perro mediano se acercó.

Se sentó a su lado mirándolo fijamente. Era de color castaño y blanco, de ojos verdes, con grandes orejas caídas y un pelo largo y sucio.

– Esperando a mi dueño –dijo sin apartar la vista de aquella carretera.

El perro observó junto a él.

– Nunca volverá.

Un efímero quejido salió de su garganta.

– Llevo esperando demasiado tiempo –se sinceró–, y nunca vuelven.

No lo quería creer.

– Jamás me abandonaría.

Resopló sabiendo que no lo aceptaría, como si hubiera vivido aquella situación anteriormente. Se marchó sin decir nada, dejando al animal allí sentado, imperturbable.

A la mañana siguiente volvió para ver a aquel pobre perrillo, que seguía en la misma posición que la noche anterior.

– Deberíamos movernos. Aquí morirás de hambre.

El animal agachó la cabeza afligido, sin querer aceptar que aquella fuera la realidad.

Ambos partieron de ese lugar, dejando que aquel viento se llevara el calor que acumuló en aquellos centímetros de tierra cuando tenía esperanza.

– Debería saber regresar a casa –parecía culparse.

El compañero mantenía un paso fijo internándose aún más en el bosque, intentando alejarse lo más rápido de aquel lugar para que el can no se diera la vuelta.

– ¿Cuál es tu nombre?

– Bob.

– El mío es Rody.

– ¿Y qué hacías por aquí, Rody?

– Esperar. Pero ya he visto demasiados como tú y yo. Todos se marchaban y al poco tiempo los encontraba muertos a pocos metros, de hambre, de sed o atropellado por una de esas máquinas.

Bob siguió su camino tras su nuevo amigo sabiendo que lo que intentaba era salvarle la vida.

– El mundo es cruel solo con nosotros, en cambio, los únicos que son crueles con ellos son ellos mismos. Todo les pertenece.

Continuaron andando hasta encontrar un pequeño río de agua cristalina que corría entre unas pequeñas piedras redondas, dejando saciar su sed allí.

El hambre comenzaba a hacer mella en ellos, pero cualquier cosa que encontraban se lo comían, fuera un trozo de papel, una fruta podrida o un animal muerto.

Bob observó como las costillas de Rody se asomaban a través de su pellejo, como si hubiera pasado demasiado tiempo desde que comió hasta llenarse el estómago.

Pasaron aquella noche juntos, pegados a una gran piedra para detener un poco el frío, juntando piel con piel.

Al amanecer continuaron su camino hacia ninguna parte, hacia la vida.

Intentaban cazar algunos pájaros que comían semillas de la tierra, pero eran demasiado lentos. Saltaban una y otra vez tras ellos, pero las pequeñas aves parecían reírse de ellos.

Siguieron hasta encontrar un inmenso vertedero, con grandes camiones moviéndose por allí y otras máquinas que movían la basura.

– Esto ha sido todo lo que me he alejado de aquel lugar –se detuvo Rody.

– Parece que aquí encontraremos comida. Igual algunos de esos humanos nos cuidan.

– No dejes que te vean.

Rody descendió por la colina desde la que observaban mientras Bob se preguntaba la razón de aquel aviso que se asemejaba más a una orden.

Haciendo caso omiso de su advertencia, Bob descendió y se acercó lentamente a una caseta, esperando que uno de esos humanos le diera algo delicioso para llevarse a la boca, encontrándose a uno de ellos haciendo algo. El perro se acercó con gesto amistoso esperando una contestación cordial por parte del hombre.

– ¡Fuera de aquí! –lanzó dos o tres patadas al aire.

Bob dio un pequeño salto hacia atrás esquivando sus golpes, deteniéndose sin saber muy bien qué pasaba, pues nunca antes lo habían tratado así.

– ¡Que te vayas! –sacó un palo del interior la caseta.

El hombre corrió detrás del perro que no se movía y lo golpeó con fuerza en el lomo haciendo que soltara un quejido y corriera despavorido mientras el humano lo perseguía. Rody corrió a socorrerlo y comenzó a ladrar al humano para amedrentarlo. Consiguió detenerlo lo suficiente como para que su compañero huyera junto a él.

– ¡Te dije que no te acercaras! –gritaba mientras corría.

– ¿Por qué me ha pegado?

– Los humanos creen que somos peligrosos.

Corrieron hasta alejarse de aquel vertedero, no sin antes coger un pan mohoso durante la carrera.

– Nos han convertido en seres que solo son capaces de vivir entre humanos –rompió el silencio Rody mientras recuperaba el aliento.

Mordió el bollo partiéndolo por la mitad, ofreciéndole la otra parte al perrillo asustado.



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En el texto hay: animales, filosofia, drama

Editado: 17.03.2025

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