Un grupito de niños, que se encontraba corriendo y gritando en un pequeño parque que estaba cerca de la colonia donde vivían, dejó de pronto sus jugueteos al observar que otro niño se les acercaba con lentitud, casi con timidez. Lo habían visto antes, era el chico que se acababa de mudar con sus padres a una casa que estuvo desocupada durante mucho tiempo. Cuando todos los chicos posaron su mirada en él, se sintió muy nervioso, pero aun así avanzó hasta que quedó enfrente del líder.
—¿Puedo jugar con ustedes? —Preguntó con voz quedita.
—No te oigo, habla más fuerte —pidió, aunque sí lo escuchó la primera vez.
—¿Puedo jugar… con ustedes? —Alzó la voz un poquito.
Los demás chicos, al oírlo, comenzaron a reír con fuerza, excepto uno de ellos y el propio líder, que los calló con la mano y se volvió a dirigir al niño tímido.
—¿Y para qué quieres jugar con nosotros? —Preguntó con un tono de voz tan solemne que a los otros se les figuró como un general… No por nada era el líder.
—Bueno, por… es que… yo… —No sabía qué decir.
Los demás volvieron a estallar en carcajadas.
—No se burlen —pidió el que no se rio nunca de él, el más tierno de todos ellos.
—¿Qué opinan chicos? —Les preguntó el líder.
—Ya que se vaya —le dijo uno de ellos mientras los demás asentían con la cabeza.
—No sean así —indicó el mismo niño tierno—; además —se dirigió al líder— si él juega seríamos un número par.
—Está bien, él tiene razón, me convenció su punto; puedes jugar con nosotros —dijo, para disgusto de casi todos los demás.
El líder del grupo se llamaba Javier, era un chico alto, parecía un adolescente a pesar de que tenía nueve años —como todos los demás—, tenía algunas pecas y el cabello rojizo.
—¿Cuál es tu nombre? —Preguntó Javier al chico nuevo.
—Rogelio —respondió con voz quedita.
Era un chico de estatura media, flaco al punto de parecer huesudo, tenía el cabello negro y la tez pálida.
—Mucho gusto, Rogelio —respondió Samuel, el amable; extendió su mano y el otro le respondió el saludo.
Samuel tenía el cabello castaño oscuro, era delgado y de piel nívea, y lo que más llamaba la atención en él eran sus ojos de color azul claro. Los otros tres chicos que también eran importantes en el grupo se llamaban Félix, Alfredo y Carlos. El primero era bajito y sin ninguna gracia o talento. El segundo era un poco alto y tenía la piel muy morena, y el otro era un rubio desabrido.
Los chicos comenzaron a jugar futbol e incluyeron, sin estar muy contentos, a Rogelio y, aunque nunca le pasaron el balón, él estaba feliz de que Javier lo hubiera tomado en cuenta al meterlo en su equipo.
Al finalizar el juego, Samuel se dirigió a Rogelio y le sonrió. El niño era muy educado, dulce y sus padres se encargaban de inculcarle muchos valores para volverlo, en un futuro, un hombre de bien.
—Lo siento por no haberte pasado el balón, pero a mí tampoco me lo pasaron —comentó riendo.
—No te preocupes —susurró Rogelio.
—Ummm… Oye, ¿cuántos años tienes?
—Nueve —respondió.
Samuel creyó que Rogelio le preguntaría: «¿Y tú?», pero ese cuestionamiento nunca llegó a sus oídos, así que siguió hablando.
—Oh, ¡qué bien! Yo también tengo nueve años. —Samuel le mostró la mejor de sus sonrisas.
Rogelio le devolvió el gesto con timidez y no dijo nada.
—Y… ¿Por qué te mudaste? —Siguió hablando para sacar una conversación—. Si se puede saber —agregó.
—Papá quiso mudarse aquí, además de que mamá vivía por este lugar cuando era niña.
—Oh… —En ese momento notó que Rogelio tenía un moretón en el brazo—. ¿Qué te pasó?
—No es nada. —Se cubrió el moretón con la mano.
—Oh, bueno.
En ese momento se apareció una chica agraciada y muy bajita. Era la hermana melliza de Javier y tenía los rasgos muy similares a los de él. Se parecían muchísimo pero su estatura los diferenciaba considerablemente y ponía en duda que eran nacidos el mismo día. Uno era demasiado alto para su edad y la otra demasiado baja. Tenía el cabello del mismo color que su hermano y ese día su madre lo peinó en dos bonitas trenzas. El vestido que llevaba puesto era blanco y floreado, y llevaba cargando una muñeca de porcelana; era nueva y su madre se la regaló por sus excelentes calificaciones.
—¿Ya le pusiste nombre a tu muñeca? —Preguntó su mellizo.
—Ya.
—¿Y cómo se llama? —Le preguntó Félix.
—Se llama Kathleen —respondió triunfal.
Los chicos la miraron con seriedad.
—No inventes, Rebeca, le hubieras puesto Pilar —comentó Javier, echándose a reír y logrando que los demás lo imitaran, excepto Samuel y Rogelio.
—O Juana —comentó Félix.
—Vas a ver, Javier —dijo molesta—, le voy a decir a mamá. —Salió corriendo.