Sofía
Angelo asiente con una expresión que mezcla nostalgia y cautela.
—Hace mucho que no nos vemos, pensé que te habías ido de regreso a Italia.
—Puede que mis raíces sean italianas, pero mi corazón siempre le pertenecerá a este país.
La complicidad entre ambos es evidente, un vínculo del pasado que parece traer consigo un código de silencio compartido.
Siento que estoy de sobra aquí.
—Te presento a Sofía —pone ambas manos sobre mis hombros para que no pueda escapar—. Sofía, ella es Jennifer, una antigua socia de mi club.
—Un placer conocerte —extiende su mano para estrechar la mía en un apretón que correspondo.
—Lo mismo digo —finjo una sonrisa,
—Tomemos algo esta noche como en los viejos tiempos, yo invito —la voz de Angelo es casi un murmullo, dice cosas que parecen inocentes a simple vista, pero que para mi suenan a promesas.
Los observo a los dos, sin torcer los ojos con demasiada evidencia de celos.
«Cálmate, tú no eres así» me repito a mí misma para erradicar el miedo de perder algo que no tengo.
El calor sube a mis mejillas, quemándome la piel desde dentro y la forma en la que mis músculos se tensan son pruebas que no pueden negarse.
Jennifer, en cambio, tiene una sonrisa que parece chispear en cada palabra que pronuncia. No es una sonrisa ruidosa, ni una risa que se oiga a kilómetros, sino una insinuación, una invitación velada a creer que ellos dos podrían estar solos en una habitación diseñada para el tacto más allá de la conversación.
—Debo regresar, tengo cosas pendientes —digo para salir del paso—. Fue un placer conversar, de verdad, pero tengo que irme. El tráfico, mis cosas, ya sabes cómo es.
La frase es simple, seca, como el filo de una navaja que no quiere herir sino terminar la conversación en el momento exacto. No hubo despedidas largas, no hubo miradas que se quedaran pegadas en el aire. Solo el crujido del piso cuando mis zapatos golpean con el asfalto.
Doy un par de pasos, luego respiro profundo, dándome cuenta de que mi propio cuerpo manifiesta que la conversación ha sido más que eso, ha sido una bisagra de algo que quizá está a punto de girar sin que pudiese evitarlo.
Subo a mi auto con una movilidad meditada, como si cada movimiento estuviese calculado para no provocar una reacción que no quiero ver en mi propio interior. Enciendo el motor, dejando que el rugido suave fuese una especie de consuelo, no se exactamente qué es lo que más me cuesta recordar, si la mirada de esa mujer cuando se cruzó conmigo, o el repentino interés de Angelo.
El trayecto hasta la tienda de comestibles parece un pequeño viaje debido a que mi mente sigue concentrada en los detalles. En las calles, los peatones van y vienen con una coreografía que parece aprendida de memoria, cada uno con su propio destino.
Cuando me estaciono frente a la tienda de comestibles, la ciudad parece haberse ralentizado para mi, cierto la puerta y camino hacia la entrada. El aire de la calle tiene un olor particular, una mezcla de metal caliente, lluvia vieja y pan recién horneado de una panadería cercana que parecía surgir de la nada cuando menos lo esperas.
En el interior, la tienda está llena de vida; carritos que chirrean, estantes que crujen, el murmullo entre clientes que se cruzan, la voz de la caja registradora que marca precios y destinos. Avanzo recorriendo el lugar con una mirada más relajada, nada en particular, solo la certeza de que tengo que hacer las compras porque no tengo nada en casa.
Entonces, como si el mundo hubiese decidido convertir ese instante en un cuadro, un grupo de hombres trajeados entra del otro lado de la puerta, con el paso medido y la mirada que no se aparta de un objetivo claro. Sus trajes son impecables, sus zapatos brilla con la luz natural.