Estamos dentro.
Luego de una visita al baño que me sirvió para hacer un ligero ejercicio de respiración que me permita centrar mis pensamientos, ingresamos al vestíbulo de la lujosa y moderna mansión en medio de la nada misma.
No tengo idea acerca de dónde estamos, sólo reconocí el momento en que el coche salió de París y no sé hacia dónde nos llevó, pero la visita al baño sirvió para mis reales ganas de orinar. Consideré la opción de escribir un pedido de auxilio con labial en el cubículo del baño, pero cualquiera que pudiera estar en este lugar sería solo parte extra de la amenaza que tengo encima las veinticuatro horas.
—¿Algo de beber?
—Sí, gracias—contesta Cruz a mi lado.
Acepto también una copa de algo burbujeante color rosa que nos acaban de servir y lo pruebo. Está delicioso.
—Ve despacio, no te necesito ebria aquí—me dice él, al captar que me tuve que detener para no ingerir toda esa copa de un solo trago.
—Vaya, fíjate que yo pensaba que los presidentes no bebían alcohol en público.
—No estamos “en público”, de hecho, no existe lugar más privado y exclusivo que este.
Echo un vistazo a las personas de diferentes edades, contexturas y géneros que nos envuelven, todos vestidos de etiqueta y murmurando cosas entre sí.
Detesto no estar reconociendo a nadie.
Si viven en un sitio como este es porque han de ser importantes, pero si les veo en la calle o haciendo compras en el super, de seguro o tendrían ningún problema. Lo que sí detecto es que al observarles, descubro que otros también cruzan miradas conmigo y eso me intimida.
—Fíjate que me pasa todo lo contrario, nunca sentí que me arrebatasen de tal manera mi privacidad—confieso.
Cruz pasa un brazo por el mío derecho y me aparta hasta un costado. Hay una mujer alta, esbelta, con un vestido rojo que lleva sus hombros y su clavícula al descubierto y el barbadillo le llega hasta por debajo de las rodillas. Marca su figura a la perfección, deduzco que ha de ser alguien que lleva a cabo severas rutinas de ejercicios para poder mantenerse de la manera en que lo hace.
Su cabello dorado está recogido con gracia, dejando al descubierto un cuello delgado, con quijada muy marcada y aretes de diamantes que le caen en forma de rombos alargados.
Le observo con fascinación, jamás había visto a una persona con tanta clase, lo admito. Su antifaz lleva forma de lemur y le queda fenomenal, ojalá yo tuviera uno como ese.
—Vamos.
Cruz me habla al oído.
—¿Dónde?
La mujer se da la vuelta y se dirige hasta un pasillo en un sector lateral del vestíbulo. Descubro que Cruz me lleva tras ella, ambos siguiéndole el paso.
—¿Quién es ella?—le pregunto al presidente de Francia que es mi compañía de lujo esta noche, aunque en este lugar no ha de ser la persona más agraciada si de poder se trata.
—Pregunta incorrecta, no puedes preguntar eso a nadie en este sitio—me dice él por lo bajo mientras andamos tras la mujer.
Le veo tenso, como si ella hubiese conseguido intimidarlo.
De hecho, sí, es intimidante, pero pensaba que a un típico del rango que tiene él, no debería hacerle sentir de este modo una persona que acaba de darnos una orden solo con una mirada.
Seguimos nuestro camino, tras ella, hasta empujar una puerta esquinera y casi me doy un golpe cuando Cruz me sujeta antes de dar un paso más.
Hay una escalera de caracol que conduce hacia abajo, hasta una suerte de ático, pero no se trata de eso sino del control de sistema eléctrico de la casa.
—Carajo—farfullo.
—Con cuidado—me advierte él.
Asiento y me ayudo de su mano y de los barrotes laterales para poder bajar con los tacones que llevo puestos.
Jamás fui de usar tacones, solo agradezco haber aprendido a andar en mi adolescencia cuando fue mi graduación y mamá me insistió en que debía ir al baile con un par de estos.
Mi madre…
¿Qué pensaría ella de todo esto si me viera ahora?
Hay una pequeña ventanita por la cual se puede observar en la dirección de donde proviene lejana la imagen de la figura sobre París.
Está claro que nos encontramos lejos, pero en altura, eso nos regala tal panorámica.
Cruz me presiona la mano para que siga bajando y descubro que la mujer que antes vi, se encuentra de pie sosteniendo su copa delante de los comandos eléctricos con sus sistemas de seguridad pertinentes.
No me cuadra una persona con su elegancia en un espacio tan feo como este en una casa tan bonita.
—Buenas noches—dice él, ante ella.
Avanza y descubro que el aroma de su caro perfume tiene impregnado todo en este cuchitril. Ella me observa y se acerca a mí, demasiado, invadiendo mi espacio personal.
Verla desde un poco más cerca me permite distinguir que ha de tener unos cuarenta o quizá más, pero está muy bien cuidada en su aspecto físico.
Descubro que me habla desde cerca para infringir autoridad e intimidación también conmigo, es aterradora:
—Doctora Mercy, al fin la conozco.
Una vez que se aparta, se sonríe y sus dientes blancos podrían iluminar todas las colinas.
No sé de qué se ríe, yo tengo ganas de llorar y salir corriendo.
—Un… Un placer…—miento.
—Gracias, Vicente—le dice ella a Cruz y éste entiende el mensaje. Toma escaleras arriba y desaparece por la puerta principal. Al cerrarla, ella habla y todo tipo de ideas atraviesan mis pensamientos.
¿Qué?
¿En serio vas a dejarme aquí sola, cabrón?
¡Prometiste que nadie me asesinaría esta noche, al menos!
—Doctora Alba—agrega ella, provocando que vuelva mi atención a su persona—, comprendo que tenga miedo, no está mal tenerlo. “Es el sistema de alarma del cuerpo y nos advierte del peligro”. ¿Leyó ese libro?
—¿De…de quién?
—La Ciudad de las Bestias, por Isabel Allende. Una gran escritora, mucha verdad revelada en su ficción.