El mundo es una grieta.
Debe serlo para que haya alguna entidad que deba “poner el orden” y someter a los demás bajo sus normas y determinaciones.
Las grietas políticas en oriente y en occidente son garantía del caos. ¿Quién garantiza un estilo de vida peor que no sean seres que no son capaces de sentir un mínimo de amor, de magia que es la que realmente nos envuelve a los humanos que sí compartimos ese sentimiento de fraternidad el uno por el otro?
—Bienvenida a la realidad, Alba.
Benoit me abraza.
Estamos en un camión de guerra andando, solapados por una fachada de transporte de alimento para animales.
De esta manera conseguimos movernos, pero en esta clase de lugares olvidados por las grandes poblaciones no hay un mínimo de sentido de cuidado por querer saber si entran terroristas, si cuentan con agua potable o si sus niños están recibiendo educación.
La situación tal como me la ha mostrado el poder meditativo externo que ha conseguido hacerme entrar en contacto con mi conciencia expansiva.
Estamos solos en este camión con el hijo de Benoit quien ha quedado profundamente dormido entre bolsas de alfalfa que es lo más parecido a una cama para descansar que tiene el chico tan joven quien ya anda por la vida con un arma a sus hombros.
—No ha de ser fácil para él tener que afrontar este mundo—le digo a Benoit, impregnada de su aroma y de su calidez—. Mucho menos para ti en cuanto padre tener que dejarle este mundo como legado.
—A veces los hijos tienen más coraje que uno para afrontar los desafíos que trae cada nueva generación.
—Uno no va a estar para protegerles siempre.
—Pero es importante protegerles hasta donde se pueda porque el mundo puede ser un espacio realmente hostil.
—Qué pena un mundo tan hostil para tan bella que es la vida.
—Insoportable para algunos, fascinante para otros. ¿En qué punto radica la diferencia de ambos? Como un péndulo que te garantiza ser completamente feliz y, de pronto, te hace el ser más triste de todos.
Silencio.
Ambos nos quedamos pensando.
El hijo de Benoit se remueve en su lugar y me reconforto entre sus brazos, sin dejar de considerar dentro de mí la idea de que estoy dañando a Cruz al apartarme de él y responder a otro hombre.
Nunca me sentí completamente segura estando con Cruz, pero no lo digo por él precisamente sino por las presiones externas, por las mentiras y por el mundo terrible a nuestro alrededor que intentó hacerme creer que todo estaría bien cuando no lo estaba en realidad, o sí, lo estaría siempre que yo decidiera hacerme fanática del espectáculo de brillos y luces que intentaron usar para engañarme.
Del mismo modo que engañaron a los demás.
Me siento impoluta, dolida y aterrada. Hacer uso de redes sociales o medios de comunicación para saber lo que está pasando más allá de esta realidad no es óptimo en las condiciones que nos encontramos ahora.
Me pregunto cuándo fue la última vez que pensamos que sería lo mejor estar así entre nosotros, apartados como lo mejor.
Claro que nunca fue una opción.
Estoy con un hombre pensando en otro, creyendo que Benoit puede darme lo que Cruz no fue capaz de garantizar: la verdad.
Cambié seguridad por la realidad y ahora temo arrepentirme, no por mí en sí sino por mi hija a quien no quiero desplazar de lugar en mis prioridades, comienzo a preguntarme si es la clase de destino que querría en su vida: durmiendo entre bolsas de alfalfa, en un camión de guerra solapado y escapando de un lugar a otro en un desierto bajo condiciones extremas.
El camión se detiene.
El hijo de Benoit se remueve.
Benoit enciende el handy y escucha atento mientras al otro lado también le dan el permiso y consigue detectar que han pasado el caótico punto de la frontera que nos da el ingreso costero.
Seguimos.
Suspiro.
—Estamos en costa, ya podremos avanzar—anuncia Cruz.
—¿Llegamos papá?—pregunta su hijo, desperezándose.
Así es la vida de ellos: tienen una base en medio de la nada y se van moviendo para llevar a cabo cada paso que les acerca a las bases de operaciones en contacto con la base militar lunar. Aún no me termino de creer que eso esté sucediendo, pero dadas las condiciones, más complejo resultaría creer que sea distinto.
—Sí, hijo. Llegamos—advierte Benoit.
Nos ponemos de pie.
Las puertas se abren.
Pero no son los soldados nuestros a quienes encontramos sino a un grupo de agentes de la SWAT apuntando con grandes metralletas en nuestra dirección y rayos intensos de sol matutino impactando en nuestros rostros.
—¡De rodillas al suelo y las manos arriba! ¡Ahora!
Miro a Benoit.
Él traga grueso, confirmándome que no es parte de los planes...
No.
Definitivamente no habíamos previsto esto.
¿O sí?