Amor a distancia...

El deseo y la voz

Yorgelys no podía negar lo que sintió. Cuando vio la foto de aquel chico, algo dentro de ella se encendió como una vela en medio de la oscuridad. No era solo atracción. Era una necesidad que no había sentido antes, una urgencia silenciosa que le recorría el cuerpo como una oración que no sabía cómo terminar.

Mikael tenía esa sonrisa que parecía hablarle directamente al alma. No era provocadora, pero sí peligrosa. Porque despertaba algo que ella había enterrado bajo años de devoción, de reglas, de miedo. Yorgelys cerró los ojos por un momento, intentando ignorar el calor que crecía en su pecho, en su vientre, en su piel. Pero no pudo.

Se levantó del borde de la cama y caminó hacia la ventana. Afuera, la ciudad seguía su curso, indiferente. Pero dentro de ella, todo estaba cambiando. ¿Cómo podía alguien que no conocía moverle tanto?

Tomó el teléfono. Mikael seguía ahí. Su mensaje seguía ahí.
"Hola, Yorgelys. Me gustó tu nombre. ¿Tiene algún significado especial?"

Ella dudó. No por falta de palabras, sino por miedo a lo que esas palabras podían abrir. Finalmente, escribió:

"Sí. Significa ‘la que pertenece a Dios’. O al menos, eso me dijeron."

La respuesta llegó rápido.
"¿Y tú crees que todavía perteneces a Él?"

Yorgelys tragó saliva. Esa pregunta no era casual. Era una puerta. Y ella estaba justo frente a ella, con la mano temblando en el picaporte.

"No lo sé. Últimamente siento que me alejé. Que ya no soy la misma."

Mikael tardó más en responder esta vez. Cuando lo hizo, fue como si hubiera estado esperando toda su vida para decirlo:

"A veces, perderse es la única forma de encontrarse. Yo también me alejé. Pero no fue Dios quien me soltó. Fui yo quien dejó de escuchar."

Yorgelys sintió que algo se rompía. No en dolor, sino en revelación. Mikael no era solo un chico atractivo. Era alguien que entendía. Que hablaba su idioma. Que también había sentido el vacío.

Pasaron horas conversando. Sobre fe. Sobre deseo. Sobre lo que significa ser bueno cuando el corazón quiere cosas que no se pueden confesar. Mikael le contó que vivía en otro país, que tenía veinte años, que había dejado de ir a la iglesia porque sentía que nadie lo escuchaba. Pero que aún rezaba, en silencio, cuando el mundo lo hacía sentir solo.

Yorgelys le confesó que había sentido cosas que no sabía cómo nombrar. Que su cuerpo hablaba en lenguajes que su alma no entendía. Que había visto su foto y, por un instante, había querido tocarse. No por lujuria, sino por necesidad. Por curiosidad. Por hambre de conexión.

Mikael no la juzgó. No se burló. Solo escribió:

"No estás sola. Y no estás rota. Solo estás viva."

Yorgelys lloró. No por tristeza. Por alivio. Porque por primera vez, alguien la había visto entera. Con sus dudas, sus deseos, su fe quebrada. Y aún así, la había llamado viva.

Esa noche no fue a la iglesia. Se quedó en casa, con el teléfono en la mano, y el corazón latiendo como si acabara de nacer.




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