Amor a la mexicana

CAPÍTULO 1.

¡POR FAVOR COMENTEN MUCHOOOOO!

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CUANDO UN GRINGO PAGA LAS DEUDAS DE UNA MEXICANA Y DESPUÉS LE DICE QUE, A PARTIR DE ESE MOMENTO, SON JEFE Y EMPLEADA + SABIAS PALABRAS DE UNA MEJOR AMIGA QUE TIENE UN PERRO LLAMADO PLÁTANO

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ANDREA

El calor del mediodía no perdona en el rancho San Judas.

Las gallinas corretean bajo los naranjos, los cerditos están echados en su alberca de lodo, los perros se ocultan bajo los enormes árboles de aguacate, y el ventilador de techo que está encima de mi cabeza hace más ruido que aire.

Estoy sentada en la entrada de la tiendita de mi abuela, con una Coca-Cola bien fría en la mano izquierda y con un tazón de fritos chilosos en mis muslos mientras pienso en cuánta envidia le tengo a las personas que tienen aires acondicionados en sus vidas.

Aquí los únicos lugares que tienen ese lujo son las escuelas desde preescolar hasta la preparatoria. De ahí en fuera, nadie más tiene acceso porque, como digo, son un «lujo» que muchos rancheros humildes no pueden costearse. Menos cuando la economía ha estado pésima debido a la sequía.

—Andrea, hija, ¿puedes llevarle los huevos a doña Lupe? —me grita mi abuela desde dentro, sacándome de mis pensamientos.

Suelto un enorme suspiro para después dejar mis chucherías sobre la barra. Me seco el sudor de la frente con el cuello de mi blusa amarilla y dejo la dura silla sintiendo pesar ya que me hubiera gustado seguir comiendo, pero la abuela ya habló y debo ayudarla porque ella ya no puede caminar tanto como antes.

Hace años el doctor del pueblo nos dijo que las rodillas de mi abuela estaban chingadas porque se les acabó el cartílago, así que cada que camina ella siente que su huesito roza y, en ocasiones, escucho que incluso rechina. Ella ya no puede andar sin su bastón, y cuando el dolor la sobrepasa, usa una andadera que logré comprar con mis ahorros.

Es por eso que no dudo en acercarme a los estantes donde están las charolas de huevos recién cosechados y la agarro con cuidado, porque antes me corto una chichi que permitir que mi abuelita sufra por algo que mis piernas jóvenes pueden hacer.

No me molesta ayudar, pero hoy no amanecí de buenas ya que tengo un mal presentimiento desde la mañana, sin embargo, eso no será motivo para que sea una nieta grosera y malagradecida.

—¡Ahora vuelvo, tata[1]! —le grito, solo para que sepa que necesita tomar mi lugar por si llegan a venir clientes.

Salgo de la tienda a toda prisa ya que el calorón está brutal. La piel me arde cuando atravieso algunas casas de los vecinos y, justo cuando doy vuelta a la derecha que es donde está la casita de doña Lupe, noto que hay una camioneta negra del año estacionada a pocos metros de ella.

Está justo en un terreno que nadie ha ocupado desde hace un tiempo. La casita que hay dentro es demasiado vieja. De hecho, está cayéndose debido a que es de madera, pero alguien que pase por aquí no miraría las tables roídas ni llenas de moho. Ellos mirarían como brilla la camioneta de agencia. Debieron haberla comprado hace poco ya que está deslumbrante, sin un solo raspón. Y las llantes… ¡Ufas! Las llantas parecen de tractor de lo enorme y altas que están.

Al lado de este vehículo hay un hombre igual de gigante, pero este viste un traje negro. Parece que le importa poco que estemos a cuarenta grados. Lleva lentes negros que lucen carísimos, y su cabello es tan negro como la cascara de un aguacate maduro. Lo tiene largo y trenzado, razón por la que puedo ver que le llega a media espalda. Dicho sujeto misterioso está hablando con Don Tadeo, el notario.

Sin realmente pensarlo me freno. Mis pies se clavan en la tierra como raíces mientras mis ojos se anclan en ambos hombres, sintiendo de nuevo esa rara sensación en mi pecho. Es la misma que sentí cuando abrí los ojos en mi catre.

Entonces, el hombre se quita los lentes y mis ojos se abren en asombro.

—No puede ser —murmuro para mí, porque lo reconozco.

Es el mismo cabrón que se me quedó viendo en la feria del pueblo hace dos semanas. El mismo que me sonrió como si supiera algo de mí que yo no. El que, según mi amiga Rosalía, venía de “negocios” desde gringolandia.

Y justo cuando intento pasar desapercibida y reanudar mi caminata para entregar los benditos huevos, el hombresote gigante voltea.

Me ve con sus electrizantes ojos azules y sonríe de una forma cruel que me provoca escalofríos.

—¡Andrea Herrera García! —dice en un canturreo, como si fuera mi primo perdido o algo peor—. Al fin nos encontramos de nuevo.

—¿Y usted quién chingados es? —le digo sin filtro. No es mi culpa que mi boca tenga el carácter de una tormenta.

Él se ríe. ¡Se ríe! Qué tipo tan insolente.

—Soy Jonathan Monroe —responde con acento gringo, estirando la mano—. Saldé tus deudas.

Me le quedo viendo mientras mi ceño se va frunciendo tal cual una pasa.

—¿Mis qué?

—Tus deudas —sonríe más, pero luego esa sonrisa se esfuma—. Bueno, las de tu familia. Incluyendo la tiendita, el terreno y los útiles escolares de tu hermano.



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En el texto hay: vaqueros, romance, amistad

Editado: 06.06.2025

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