Amor a la mexicana

CAPÍTULO 2.

HAY SACRIFICIOS QUE LAS HIJAS MAYORES DEBEN HACER POR SU FAMILIA + LA MEXICANA QUE NO SE PIENSA DOBLEGAR ANTE NINGUNA PERSONA

(*****)

ANDREA

La noche cae sobre el rancho como un telón pesado que asfixia. El calor no cede ni con el sol escondido, algo que me tiene sudando como animal incluso cuando hace una hora me bañé con agua helada en casa de Rosalía.

Estoy sentada otra vez en la entrada de la tienda de mi abuela, con la misma Coca-Cola ahora caliente y los fritos ya sin gracia. Mi abuela se me acerca y noto el tremendo cansancio que se carga en los ojos. Está sudando igual o más que yo, algo que me retuerce los intestinos porque desearía con mi alma tener el dinero suficiente para comprar un aire acondicionado y poder pagar el recibo de la luz.

Desgraciadamente nos toca conformarnos con los abanicos, pero eso ya no es suficiente y menos cuando tienes a personas de la tercera edad viviendo contigo. Mis viejitos merecen los mejores cuidados y no puedo darles nada porque soy una mediocre que no estudió. Bueno, tampoco es que haya habido dinero para hacerlo. A veces, a las personas nos toca quedarnos con un baúl lleno de sueños a causa de la falta de dinero y oportunidades de empleo.

—¿Qué te pasó, mija? —pregunta con esa voz suya que huele a pan recién hecho y consejos que curan más que las medicinas.

—Nada, tata… —miento, porque ¿cómo le digo que su hijo mayor prácticamente me vendió con un desconocido para pagar las deudas que tenemos? No quiero provocarle un disgusto.

Además, este asunto es entre papá y yo, nadie más. Compartir lo que sucedió con mi abuela nada más va a lograr preocuparla y eso puede incluso desencadenar que tenga una discusión con mi papá.

—¿Segura, mija? —insiste ella, y es que mi abuela me conoce tan bien como para saber que algo no anda bien. Sin embargo, no me presiona a hablar y eso se lo agradezco muchísimo.

—Sí.

Mi abuela no insiste. Solo asiente con la cabeza, como si adivinara que el “nada” lleva dentro una tormenta. Me levanto y la ayudo a preparar su cena: sopita de arroz, un poco de queso fresco y frijoles refritos. Cenamos con el ruido de la televisión de fondo, pues a esta hora mamá y ella miran una telenovela de narcotraficantes que les gusta mucho. Al acabar, mi abuela se va a duchar mientras yo me encargo de lavar los trastes y guardar lo que sobró.

Cuando mi abuela Leticia ya está acostada, voy al cuarto que comparto con mi mamá. Ella duerme con una tos leve que le sacude el pecho cada tanto. Me siento al borde de la cama y la observo. Sus manos están agrietadas, su rostro envejecido por el trabajo y la tristeza provocada a causa de las deudas.

Me arden los ojos, pero no voy a llorar.

—Por ustedes lo haré —susurro, sintiendo el nudo en la garganta—. Pero ese cabrón va a conocer el infierno en vida si cree que puede tratarme como si fuera su esclava.

Dejo la cama y salgo de la habitación para irme a sentar un rato en el porche, pero apenas salgo veo a mi padre quien me hace apretar la mandíbula con ganas.

—Se pasó de lanza, apá —digo entre dientes, notando como los hombros de mi viejo se tensan.

—¿Ya te enteraste?

—Por desgracia, sí. ¿Cuándo pensaba decírmelo?

—Yo…

La culpa y tristeza en los ojos de mi papá hacen que mis párpados me ardan más, porque desde pequeña prometí que iba a trabajar mucho para ganar suficiente dinero y así darles todo lo que se merecen, pero he fallado una y otra vez.

No tener dinero es la peor maldición que puede tener el ser humano.

—Déjelo, apá —suspiro y me dejo caer en la silla vieja que tengo a mi izquierda—. Voy a hacerlo, que para eso soy la hija mayor, ¿estamos?

—Mija… —La madera del porche cruje cuando los pasos de mi viejo se acercan a mí. Noto sus botas degastadas frente a mis chanclas—. Te juro que no deseaba hacerlo, pero el señor Monroe dijo que nos ayudaría a cambio de que trabajaras con él y tú sabes qué…

—Entiendo perfectamente en qué situación económica vivimos, apá. Solo… me hubiera gustado que lo platicaras conmigo antes.

—Lo siento mucho, mija.

El arrepentimiento en su rostro es evidente, y aunque odio que los hombres tomen decisiones por las mujeres, no tengo el corazón de enojarme con él quien siempre veló por nosotros a todo momento.

Don Juan Herrera, es decir, mi papá, se ha partido el lomo a sol y sombra para que tengamos alimento en la mesa. A mí y a mi hermano jamás nos pidieron que abandonáramos el sueño de querer estudiar en una escuela y tampoco nos ha exigido buscar trabajo para ayudar en la casa. Pese a esto, decidí sacrificar mi sueño por estudiar para que mis papás ahorraran dinero y así pudieran costearle a mi hermano la escuela básica ya que, incluso cuando es de gobierno, sale caro estudiar.

—¿Y en sí quién es ese señor Monroe? —pregunto, aunque ya sé perfectamente quién debe ser: un millonario acostumbrado a obtener todo lo que desea con su dinero.

Juro que, si la situación en mi pueblo no estuviera tan mala, ni de loca aceptaba irme con él. Pero desgraciadamente a algunas fieras indomables nos toca aflojar un poquito.



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En el texto hay: vaqueros, romance, amistad

Editado: 25.06.2025

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