CUANDO UN GRINGO ACEPTA FINGIR SER EL NOVIO FALSO DE UNA MEXICANA PORQUE DE OTRO MODO ELLA NO SE IRÁ CON ÉL A ESTADOS UNIDOS + RECUERDOS DE UN NARCOTRAFICANTE QUE HIZO DAÑO A LAS PERSONAS DEL RANCHO SAN JUDAS + LA CHANCLA ROJA LLAMADA JUSTICIA
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ANDREA
Despierto con el escandaloso canto de mi gallo, que por ironías de la vida se llama Pato, y cuando digo ironías, me refiero a que realmente no recuerdo por qué lo llamé así. Solo sé que el muy desubicado canta a destiempo en mi ventana, como si fuera DJ en una fiesta de jubilados.
Su desafinado quiquiriquí me avisa que hoy, definitivamente, algo va a cambiar en cuanto ponga un pie fuera del catre que me ha acompañado durante veinticinco largos años.
Y es que la vida, aunque uno quisiera poner “pausa”, no espera. No importa si estás listo o si apenas abriste un ojo: hay que enfrentarlo todo. Pero, siendo sincera, preferiría enfrentarme primero a un café bien cargado y a un delicioso pan dulce o huevito revuelto al estilo ranchero.
Por desgracia, el café se acabó hace días. ¡Días! Tal parece como si el apocalipsis hubiera empezado por mi alacena. Así que esta mañana me toca desayunar saliva, otra vez, porque soy tan quisquillosa que si no hay café prefiero no comer nada así me esté llevando la chingada.
Con más pena que gloria, me arrastro fuera del catre y camino rumbo a la ducha como si acabara de perder una pelea con un toro: descoordinada, tambaleante y con la dignidad colgando de un hilo.
Tengo tanto sueño que podría dormir de pie, como vaca entrenada, y la jaqueca que cargo es digna de una resaca sin fiesta previa. Pero ni modo. El deber llama y, en este caso, el deber tiene nombre, hombros demasiado anchos y sombrero: Jonathan Monroe, mi nuevo jefe vaquero. Un gringo guapetón, mandón, con ojos azules como el mismísimo mar y con cara de calendario de rancho apto solo para mujeres con las hormonas alborotadas.
Podré ser mexicana, sin títulos ni diplomas enmarcados, pero impuntual jamás. ¡Eso sí que no! Si algo me cae mal de las personas es precisamente eso: que sean impuntuales porque nada más demuestra que no valoran el tiempo de los demás. A mí me enseñaron que la palabra y el respeto empiezan por llegar a la hora, aunque uno llegue con el alma en pedazos o con los zapatos rotos. La puntualidad, para mí, es una forma de decir: “te respeto, me importas, y no te voy a hacer esperar”. Así no tenga un título colgado en la pared, tengo principios bien puestos, y ese, créeme, es uno de los más firmes.
Me ducho rápido, me pongo mis jeans más cómodos que encuentro en mi intento de armario y también busco una blusa que diga “no te atrevas a molestarme”. Me ato el cabello azabache en un moño alto desordenado y me pongo mis chanclas favoritas, las mismas con las que aprendí a hacer tortillas. Claro, durante los años las he ido cambiado por tallas más grandes, pero al menos el color es el mismo: rojas como el fuego que corre por mis venas.
Como todos siguen dormidos, salgo sin hacer mucho ruido y camino hacia el lugar acordado. A las ocho en punto, la camioneta negra de Jonathan está ya estacionada donde dijo. Se mira reluciente, como si no supiera que pisa tierra pobre y humilde. Mi nuevo jefe vaquero baja de esta con el mismo traje oscuro, esta vez sin corbata, pero igual de intimidante. Me analiza con la mirada de arriba abajo, y yo me cruzo de brazos como diciendo “¿y ahora qué?”.
—Puntual. Me gusta eso —dice, abriendo la puerta del copiloto.
—No lo hago por ti —respondo, ignorando lo que desea que haga.
—¿Lo haces por tu familia?
—Lo hago porque no me queda de otra —siseo—. Pero si crees que esto será fácil, estás soñando, Monroe.
Él solo sonríe. Es una sonrisa que no me gusta en lo absoluto porque tal parece que dice: “ya gané”.
—Créeme, ya está siendo fácil. —Jonathan abre más la puerta y con la cabeza hace un movimiento de que suba—. Entra.
—Eso haré cuando hagas una cosa.
—¿Qué?
—Vas a fingir que eres mi pinche novio secreto, irás a mi casita y le dirás a toda mi familia que hemos estado ahorrando para irnos de vacaciones.
Jonathan frunce el ceño y me ve como si le hubiera dicho que soy un tiburón asesino que de día se convierte en una mujer hermosa llena de curvas, rollitos y estrías.
—¿Perdón? —responde Jonathan, ladeando la cabeza como si no supiera si reírse o internarme en un centro de inestables mentales.
Pensándolo bien, no sería mala idea esto último. He escuchado que ahí te dan comida y solo duermes. ¿Quién no quiere hacer solo eso? La vida de adulto es demasiado pesada y en ocasiones complicada, así que, ¿quién no querría irse a descansar un ratito?
—¡Lo que oíste, vaquero gringo! —le digo, clavándole la mirada en los ojos azules que deseo sacarle con los dedos—. Vas a entrar a mi casa, vas a saludar a mi abuela, vas a sonreírle a mi mamá y decir que estás enamoradísimo de mí, y que este viajecito es por placer, no porque casi, casi, me compraste como si fuera una vaca en feria.
Él parpadea un par de veces, claramente procesando el tamaño de la barbaridad que le acabo de soltar.