Amor a la mexicana

CAPÍTULO 4.

CAMBIO DE LOOK AL ESTILO MEXICANO + DIFERENCIA ENTRE ENOJO Y MOLESTÍA + LA HISTORIA DETRÁS DEL TRAJE QUE USABA EL VAQUERO DE OJOS AZULES ELÉCTRICOS

ANDREA

La tienda de ropa de segunda mano se llama “Vaquero Exprés”, pero yo la conozco como “el paraíso de las cosas olvidadas que tienen una historia qué contar”.

Huele a cuero viejo, polvo, y sueños frustrados de rodeo. Hace años trabajé aquí, pero tuve que renunciar cuando comencé el pequeño emprendimiento de vender chiles del monte y los quesos que mis padres preparan para los vecinos.

—¿Estás segura de que esto es higiénico? —pregunta Jonathan al entrar, esquivando un perchero con camisas a cuadros que parecen haber peleado en la revolución—. No soy quisquilloso. De hecho, me he ensuciado hasta de popó de caballo, pero esta ropa no me da mucha confianza que digamos, Andrea.

—Aquí cada prenda tiene historia —le explico, aspirando el aroma a cosas antiguas con un poco de polvo. El olor me trae bonitos recuerdos—. Puede que incluso encuentres un sombrero con pasado criminal. ¡Emociónate, vaquero!

Jonathan suspira y se deja arrastrar mientras yo le lanzo camisas de franela, jeans deslavados, un cinturón con una hebilla que dice “PODER” y un sombrero tan ancho que parece antena parabólica.

—¿Y estas botas? —pregunta, levantando una que parece haber pasado por una guerra. Es de color negra, aunque tiene manchas cafés en los laterales y la suela se mira muy desgastada.

—Son vintage, Jonathan. Si no tienen al menos un par de peleas ganadas, no sirven. Ya están domadas y te apuesto de que no te van a sacar ampollas. Bueno, no tantas. Además… ¡están en quince pesos!

Lo empujo al vestidor como si fuera un novillo asustado rumbo al corral, y espero afuera, tarareando una ranchera mientras escucho gruñidos. Las ganas de soltar la carcajada surgen, y no hago nada para detenerla ya que es divertido ver como un hombresote como él se deja manejar por una chaparrita como yo. Creí que esto solo pasaba en las telenovelas, pero ya vi que la realidad es muchísimo mejor.

—¡¿Cómo se pone este cinturón?! —grita Jonathan desde el vestidor y mi carcajada no hace más que aumentar—. ¡Pesa más que mi celular, Andrea!

—¡Pues claro! —le grito de regreso—. ¡No sirve solo para sujetar pantalones! ¡Sirve también para amarrar a los perros bravos!

Mi tío Ernesto le compró uno igualito a Chato, su pitbull. Y no sé por qué, pero algo me dice que el tío lo vendió para comprarse algunas cervezas. Después de todo tiene esa maña.

Algunos dos minutos después Jonathan sale finalmente del probador. Y cuando lo veo… oh, santa madre del maíz. Me tengo que morder el puño para no soltar la carcajada más escandalosa del hemisferio.

Ahora usa una camisa roja de cuadros, jeans algo apretados, botas negras extremadamente desgastados y un sombrero… oh, el sombrero. Le queda tan grande que parece niño disfrazado de adulto en festival escolar. Definitivamente este tipo de ropa no le queda en lo absoluto.

—¿Qué tal? —pregunta con un tono seco, sin emoción en la voz. Mis labios tiemblan de la risa que estoy conteniendo. Esto es tan divertido.

—Te ves como si fueras a cantar con los Tigres del Norte, pero en versión gringa y con bajo presupuesto.

El ceño de Jonathan se frunce.

—No pienso salir así.

—¡Pero si te ves divino! —le guiño el ojo—. Parece como si fueras a venderme queso fresco con papeles en regla. ¡Mi abuela se va a enamorar de ti!

—No necesito que tu abuela se enamore de mí. Necesito conservar mi dignidad y esta ropa no me la está dando, Andrea. ¡Me siento ridículo!

—¿Dignidad? —echo la cabeza para atrás riéndome—. ¡Eso lo perdiste cuando aceptaste seguirme para hacerte el cambio de imagen al estilo rancho San Judas! Ahora cállate, paga los ochenta pesitos de tu nueva personalidad y vámonos antes de que alguien te reconozca como el gringo millonario que se convirtió en extra de telenovela mal hecha.

Jonathan gruñe y me ve como si quiera arrancarme la cabeza, pero paga con un billete de cien pesos sus nuevas y ridículas adquisiciones. Mientras tanto, yo salgo triunfante de la tienda, como toda buena asesora de modas de rancho. Porque si algo sé hacer, es lograr que un hombre con ego de concreto se vista como un charro con sueños de tortillería. A ver si así le cae el veinte[1] de que no soy una mujer cualquiera que se dejará pisotear. Nací para ser una yegua indomable, no alguien mansa que baja la cabeza ante sementales egocéntricos.

Seguimos caminando hasta la casa de mis papás, esta vez con Jonathan disfrazado de mexicano de exportación. Por la forma en que va callado, sé que está molesto. Lo noto incluso en su mandíbula tensa, aun así, no me dice de palabras feas y eso me sorprende.

Por lo regular, los hombres que están enojados suelen insultar a las mujeres o incluso golpearlas. Al menos, así he visto que sucede por estos lugares, pero Jonathan es distinto. Parece que se lo está llevando la chingada, más hace un esfuerzo por mantenerse calmado.

—¿Estás enojado? —decido preguntarle, porque odio estar en silencio. Me desquicia un poco cuando las personas no hablan. De hecho, incluso llego a sentirme muy incómoda.



#259 en Novela romántica
#127 en Chick lit

En el texto hay: vaqueros, romance, amistad

Editado: 25.06.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar suscripción




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.