CUANDO UNA MEXICANA Y UN GRINGO LLEGAN A UNA GASOLINERA PARA LLENAR EL TANQUE DE LA CAMIONETA + PENSAMIENTOS CATASTRÓFICOS DEBIDO A LAS PELÍCULAS DE TERROR QUE LA MEXICANA HA VISTO + FRITOS CON SODA + REVELACIÓN DE UN PASADO DOLOROSO QUE INVOLUCRA A MUJERES QUE ESTÁN EN EL CIELO.
Andrea
El viaje me está resultando eterno.
Estar en la misma camioneta que Jonathan Monroe es como estar en una licuadora emocional: respiración acelerada, calor insoportable y muchas ganas de vomitar, pero del miedo.
El vaquero gringo maneja como si tuviera un palo metido en el trasero. Todo recto, todo ordenado, todo perfecto y a muchos kilómetros por hora. Yo, en cambio, me comí mis tortillas con sal y me eché una siesta con los pies arriba del tablero hace un par de horas. No me importó si eso le dolía en su alma de millonario. Él me “compró”, ¿no? Pues que aguante el paquete completo.
Intento no pensar en lo que mis tías dijeron, pero es imposible no hacerlo, algo que definitivamente me tiene con el rostro ardiendo. ¿Yo montar a este vaquero? ¡Ni loca! Ante todo, tengo dignidad, valores, principios, y, además, jamás he estado de forma íntima con un hombre.
Sin embargo, no soy ciega. Aunque Jonathan todavía no se gane mi confianza, tengo ojos en la cara. Y esos ojos, muy a su pesar, notan cosas en él. Por ejemplo, la manera deliciosa en que sus enormes muslos se remarcan en el pantalón de mezclilla, o la manera en que se le marcan los brazos cuando se recarga en el volante, o que, cuando se enoja, se le tensa la mandíbula de una forma que debería estar penada por la ley.
Y no, no estoy babeando. Estoy observando.
De pronto, soy sacada abruptamente de mis pensamientos cuando Jonathan se orilla de forma acelerada a la izquierda, justo frente a una gasolinera que parece sacada de una película de terror de bajo presupuesto o de un documental sobre desapariciones misteriosas que involucran a mujeres hermosas de nacionalidad mexicana.
—¡¿Por qué te detienes?! —pregunto, sintiendo que el pulso se me dispara y los pies se me enfrían como si alguien hubiera abierto un portal al inframundo bajo la alfombra.
La camioneta se detiene con un chirrido agudo, y en cuanto apaga el motor, el silencio me grita. Miro a mi alrededor: bombas de gasolina oxidadas, un letrero colgando que dice "CERRADO" pero con una de las letras al revés, y una tiendita cuya puerta está entreabierta como si alguien hubiese huido hace minutos o hace décadas.
—Necesito gasolina. El tanque está a medio llenar —dice él, con una calma tan sospechosa que por un momento me convenzo de que en realidad soy la protagonista de un thriller y él el asesino elegante con trauma del pasado.
—¿En serio te parece una buena idea parar aquí? —siseo, pegando la cara al vidrio. Noto un gato negro cruzando por enfrente, lo cual no ayuda para nada.
Todo mi cerebro empieza a proyectar imágenes de mi futuro inmediato: yo corriendo entre los matorrales, con la ropa rasgada, gritando “¡No me mates, por favor!”, mientras Jonathan Monroe se convierte en un psicópata enloquecido con una motosierra. O peor: en un espíritu vengador del siglo XIX que busca atormentarme hasta el último de mis días.
—¿Por qué te miras como si quisieras salir huyendo a buscar a la policía? —pregunta, desabrochándose el cinturón con esa lentitud siniestra de los tipos que revelan su verdadera identidad justo antes del clímax sangriento.
—Porque esto —digo señalando el lugar—, parece una trampa mortal. ¿No viste la película donde la parejita se detiene en un lugar así y al final acaban colgados en una cámara frigorífica? ¿O el documental de las chicas que desaparecen cuando aceptan ayuda de un hombre misterioso con nombre de vaquero gringo?
Jonathan me lanza una mirada como si yo estuviera exagerando. ¡Pues claro que exagero! ¿Pero y si no? Me abrazo el estómago y murmuro una oración que me enseñó mi abuela, por si acaso. Que si me van a enterrar en este lugar embrujado por lo menos mi alma suba directo sin escalas.
Jonathan baja de la camioneta y yo me quedo ahí, tiesa, calculando si me alcanzara para correr hacia la civilización, gritar “¡fui secuestrada!” o esconderme en el baúl como una zarigüeya.
—Es solo una gasolinera vieja, Andrea —dice cuando llega a mi puerta, una que abre—. No tienes que temer de nada.
—¿Seguro? —pregunto sin moverme, pegada al asiento como si tuviera pegamento del resistente en el trasero.
—Totalmente —responde con esa voz grave que normalmente haría que cualquier mujer suspire, pero que en este momento solo me hace imaginarlo diciendo: "Vamos, entra a la cabaña del horror donde guardo las calaveras de mis víctimas."
—¿Para qué deseas que vaya contigo? —le espeto, con los ojos entrecerrados, como detective de serie policíaca que está a punto de descubrir la verdad.
Jonathan suspira con la paciencia de un santo al que le tocó una mártir dramática.
—No pienso dejarte sola en la camioneta.
Achico mis ojos y lo miro con desconfianza. ¿Por qué no quiere dejarme sola? ¿Y si es porque tiene planeado hacerme algo? ¿Y si afuera hay cómplices suyos esperándonos con bolsas negras y sogas? ¿Y si cuando crucemos esa puerta se activa una trampa y quedamos encerrados en un sótano con ratas mutantes y música country a todo volumen?