Un día a la vez.
Con esa frase, Daría emprendió su viaje hasta el Distrito Capital, ciudad en la que, más allá de plantearse el objetivo de escalar puestos laborales en su empleo como redactora en una reconocida firma editorial, se propuso la meta de fundar una academia de ballet, el cual era su sueño desde la adolescencia.
Daría López, una hermosa mujer de veinticinco años, de larga y lacia cabellera negra que la distinguía del resto de las chicas durante su adolescencia en Carrión, su ciudad natal, aprendió ballet gracias a su madre, que la inscribió en la prestigiosa Academia Nacional de Ballet en su niñez.
Gracias a ello, además de la determinación y disciplina, Daría se convirtió en una de las mejores bailarinas del país a los once años, por lo que fue considerada una prodigio que empezó a llamar la atención de los medios nacionales de comunicación.
Sin embargo, la idea de la fama no le sentó cómoda, por lo que trató de no destacar tanto hasta que sintiese la madurez de afrontar tanta atención.
Es por ello que su maestra, la reconocida Luisa Ramírez, quien en su juventud formó parte del ballet ruso y viajó por el mundo representando al país, aplazó el debut protagónico de Daría hasta que cumpliese quince años.
Daría nunca se caracterizó por ser talentosa, y sus habilidades las había desarrollado con esfuerzo y dedicación, tomando como ejemplo a sus superiores y su maestra. Por ende, Luisa, que reconocía sus sacrificios, quería darle la oportunidad de que fuese reconocida, y tal día llegó cuando su aprendiz cumplió quince años.
Entonces, después de una tarde intensa de prácticas, Luisa anunció la gira del Ballet Nacional por el país con la obra de El lago de los cisnes, donde seleccionó a Daría como su protagonista.
Esto, más allá de catapultar a Daría en el ámbito artístico, le permitió ganar dinero suficiente como para pagar sus estudios universitarios y convertirse en una redactora, que era su otra pasión.
Siendo la protagonista de una obra tan famosa, Daría destacó de tal manera que el Ballet Nacional llamó la atención de directores internacionales, por lo que Luisa se vio obligada, ya que no quería, a aceptar invitaciones a Ámsterdam, Bruselas y Viena, donde también impresionó a expertos y aficionados que la consideraron una prodigio.
De hecho, tal fue la majestuosidad de su danza que Daría fue invitada de honor por las academias de ballet en Japón, Rusia y Estados Unidos, aunque estos países no los pudo visitar por falta de confianza en sí misma y la idea de no estar acompañada por su maestra y compañeros.
Daría no se desilusionó con el hecho de no viajar a estos países, ya que, a fin de cuentas, su sueño era seguir mejorando sus habilidades, graduarse de la universidad y encontrar un empleo estable que le permitiese ahorrar lo suficiente como para fundar su propia academia de ballet, pues ya con un nombre establecido, solo le hacía falta el dinero para lograr ese objetivo.
Fue así como, tras graduarse de la universidad, a los veintidós años, Daría empezó a buscar empleo en distintas empresas editoriales del Distrito Capital, las cuales ofrecieron salarios que consideró aceptables; esto la motivó a mudarse.
En el Ballet Nacional no estuvieron de acuerdo con su renuncia, pues tanto Luisa como sus compañeros sabían que nadie llenaría sus zapatos.
Fueron siete años continuos en los que Daría demostró ser una bailarina única, una chica que encantó a todos los amantes del ballet.
Aun así, ella era consciente de que no podía permanecer siempre ahí, por lo que fue firme y, después de una fiesta de despedida, agradeció al Ballet Nacional por la oportunidad que le brindaron para convertirse en quien era.
Sus padres también organizaron una fiesta de despedida el día anterior a su partida, por lo que no dudó en disfrutar al máximo e incluso embriagarse con la especialidad de Carrión, que era la cerveza artesanal; partió al Distrito Capital con resaca, pero con el recuerdo de haber disfrutado junto a su familia.
Meses después, tras conseguir empleo en el Distrito Capital, Daría conoció a Vanesa Reyes, una bella mujer que, por lo general, se acomplejaba de su físico, pues estaba un poco pasada de peso, aunque, a diferencia de lo que pensaba, resaltaba su belleza.
Vanesa no estaba gorda de manera mórbida como se percibía a sí misma, sino que tenía caderas anchas, grandes muslos, un buen busto y curvas que Daría catalogó peligrosas. Debido a ello, cuando empezaron a trabajar en una reconocida empresa editorial, fue ella quien se llevó la atención de los hombres.
Más allá de ello, Vanesa tenía una hermosa piel blanca y una sonrisa encantadora, además de un cabello castaño y ondulado que complementaba su belleza. También presumía un envidiable estilo para vestir y una personalidad que Daría consideró dulce. Así que, gracias a eso y otros factores, en cuestión de días se convirtieron en buenas amigas.
Gracias a Vanesa, Daría pudo conocer los mejores lugares de la ciudad y disfrutar de los momentos que tenían libres.
Ambas, que construyeron una sólida confianza, se volvieron inseparables, tanto como para proponerse esforzarse juntas y lograr los ascensos que las llevaron, con el paso de los años, a convertirse en secretarias del director general de aquella reconocida firma editorial.
Como era de esperar, el salario de Daría fue aumentado con cada ascenso logrado, y con un puesto envidiable, junto a Vanesa, gozaron de uno de los mejores salarios en la compañía, aun cuando apenas tenía veinticinco años de edad.
Debido al incremento en sus ingresos mensuales, llegó un punto en el que Daría se emocionó por lo cerca que estaba de fundar su academia, tanto como para idealizar un futuro que creyó posible por el hecho de contar con una estabilidad económica estable.
Por desgracia, con la llegada de un diciembre animado, todo cambió a causa de un imprevisto.