Ese día llegué a aquel edificio con tres cajas mal pegadas con cinta, una planta que se me inclinaba hacia un costado con ganas de lanzarse al vacío, y muchas macetas más, una carpeta color durazno que decía “Administración – Edificio Las Acacias” con mi letra y subrayada dos veces, y por supuesto, mi mejor sonrisa y la promesa de un nuevo comienzo.
Atravesé la portería sonriente, y el portero “un señor morenito de bigote que se llama Don Álvaro” me sostuvo la puerta con una sonrisa que mas que sonrisa era pregunta, con mi mejor sonrisa le hice saber que “todo bajo control”, aunque por dentro tenía una pequeña banda mariposa terroristas atravesando mis costillas.
—Buenos días, jefa —me dijo, —¿Le ayudó con todo ese equipaje?
—Si, por favor, creo que esta planta tiene ganas de llevarme con ella al vacío. —respondí, y eso lo hizo reír.
Detrás del vidrio, la portería era un pequeño teatro: una radio sonando bajito, un frasco con caramelos de eucalipto, un tablero con imanes que marcaban los apartamentos y una foto enmarcada de una señora levantando una taza de café. “Doña Amanda”, leí en el borde, y me llamó la atención la alegría en su rostro.
Dejé las cajas en la mesa alta de la recepción y me alise la blusa que se me arrugaba solo por mirarla porque era de la peor tela posible. Tenía la agenda del día organizada por horas: presentarme, recibir llaves del cuarto de menesteres, revisar la lista de deudores morosos, levantar inventario de daños en las instalaciones, mandar el primer comunicado al chat de “Vecinos en orden” “al que ya me había añadido el anterior administrador, porque cuando me di cuenta tenía treinta y siete notificaciones con stickers de gatitos y una discusión larga sobre si la puerta del cuarto de basura se dejaba semiabierta o cerrada con candado”.
Respiré profundo mirando todo frente a mí, había entrenado para esto, para lidiar con reglamentos, quejas y egos elevados, con malas bromas y posiblemente con algunas mujeres odiosas. También sabía que el humor, como el buen café, se sirve caliente y en su justa medida.
En eso estaba, acomodando mi carpeta y rogando que la planta no decidiera suicidarse frente a mí, cuando la puerta automática se abrió de par en par y entró él, un adonis completo, alto, hombros anchos, camiseta azul oscuro pegada por el sudor a su musculoso pecho, un pantalón que se ajustaba en el punto exacto, se giró para saludar al portero y pude ver un par de encantadoras y bien firmes burbujas en su nalgas. No pude evitar morder mi labio deleitándome con el panorama. Algo le dijo Don Álvaro que él me miró y extendió su mano para saludar, durante un segundo no supe dónde poner las manos, antojos tenía de ponerlas sobre sus musculosos biceps y apretarlos a gusto.
Después recordé que tenía que ser una mujer profesional.
—Buen día —saludó él, con la voz ronca —¿Dónde firmo la recepción de la queja por los ruidos de anoche? —Supe dos cosas inmediatamente, primero, que la voz me gustó; segundo, que no tenía idea de quién era él pero quería conocerlo, y tal vez morder alguno de sus definidos músculos
—Soy Penny —respondí, estirando la mano —Nueva administradora. Apenas me estoy instalando, pero cuénteme qué pasó con los ruidos.
—Los de siempre —dijo, y por fin su mirada bajó a mi carpeta, a mi planta suicida y a mis cajas torcidas —¿La administradora? —repitió.
—La mismita —confirmé, sosteniendo la planta por el tallo —Empezamos con el pie derecho si me ayuda a que no se muera esta señorita.
No sonrió, o, mejor dicho, lo intentó y se le quedó en el camino, hizo más una mueca rara.
—Mire, administradora —dijo, apoyando los codos en el mostrador —aquí lo que hace falta no es cuidar plantas sino hacer cumplir el reglamento., Esto no es un invernadero es un edificio. Anoche el 4B estuvo con la música a todo volumen hasta las dos de la mañana, y hoy tuve guardia de madrugada. Si no se ponen serios, esto se le va a volver plaza de mercado.
“Administradora”. De pronto la palabra me sonó a regaño.
—Anotado, vecino… —revisé la lista de residentes que me habían pasado —¿Nombre?
—Nicholas Fletcher —soltó, —7A. —Nicholas. Le asentí perdida en mis pensamientos. Si ya era un bombón físicamente, ese nombre saliendo de sus labios con esa voz sensual me erizó por completo.
—Perfecto, señor Fletcher. En un ratito me presento oficialmente en el chat y recordamos horarios de silencio. Y ya que hablamos de reglamento… —abrí mi carpeta con el gesto más profesional que tenía —También vamos a recordar el uso de las zonas comunes: casco en el lobby, por ejemplo, no es obligatorio —le señalé el casco de bombero que había dejado sobre la mesa —pero sí agradezco no dejarlo sobre la mesa de la portería como si fuera florerito, se raya el vidrio —Me miró. No con rabia, sino con sorpresa. Bajó la vista al casco, luego a la mesa y lo levantó con cuidado.
—Anotado —dijo.
—Y otra cosita —continué, viendo uno de los números de placa que aparecían en la planilla y recordé que al entrar, uno de esos autos estaba mal estacionado, justo al lado de mi lugar de estacionamiento —El parqueadero tiene señalización nueva. Encontré su camioneta atravesada entre dos líneas, supongo que por el cansancio, se lo entiendo, pero me toca dejarle una amonestación leve. Nada grave; la primera es pedagógica.
—¿Una multa? —enarcó una ceja, y por un segundo el orgullo se le hizo humo frente a mí —¿A mí?
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Editado: 19.09.2025