Sebastián estaba sentado en el borde de la cama, con las manos entrelazadas y los ojos fijos en la puerta del baño. El sonido del reloj en la pared parecía amplificarse con cada tic-tac, resonando en su cabeza como una cuenta regresiva. Llevaban meses esperando este momento, y aunque no quería ilusionarse demasiado, no podía evitarlo. Este podía ser el día en que sus vidas cambiarían para siempre.
El silencio en el baño era insoportable. Quería decir algo, preguntar cómo estaba, pero temía presionarla. Se mordió el labio, tratando de contener las palabras que luchaban por salir.
Finalmente, la puerta se abrió.
Dalia salió despacio, con la cabeza baja, el rostro desencajado y las manos temblorosas. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, y negaba lentamente con la cabeza, incapaz de hablar. En su mano sostenía la pequeña prueba de embarazo, con la línea solitaria que confirmaba lo que no querían escuchar.
Sebastián sintió que el corazón se le detenía un instante. Se levantó de un salto, acercándose a ella.
—Dalia… —susurró con voz suave, pero ella no lo dejó continuar.
—No… no puedo más, Sebas —dijo con la voz quebrada, dejando caer la prueba al suelo mientras se abrazaba el vientre, como si intentara contener el dolor que sentía dentro—. No puedo seguir con esto…
Sebastián la atrapó en un abrazo antes de que sus piernas cedieran por completo. Su cuerpo temblaba como una hoja al viento, y él la sostuvo con fuerza, ignorando la propia punzada de decepción que sentía en el pecho. Habían puesto todas sus esperanzas en este intento. Después de tratamientos, citas médicas y noches enteras hablando del futuro, otra negativa era una bofetada que ambos estaban cansados de recibir.
—Shhh, tranquila… —murmuró mientras acariciaba su cabello—. Estoy aquí, ¿sí? Estoy aquí.
Dalia sollozó contra su pecho, aferrándose a él como si fuera el único ancla en un océano de tristeza.
—¿Por qué no puedo? ¿Qué está mal conmigo? —preguntó entre lágrimas, su voz cargada de culpa—. ¡Esto debería ser sencillo! Pero no lo es…
—No hay nada mal contigo, Dalia. No es tu culpa. No es de nadie —respondió Sebastián, aunque en el fondo sentía cómo una parte de él se rompía con cada palabra. Había soñado con ser padre desde hacía años, pero verla a ella tan destrozada lo hacía sentir egoísta por desearlo tanto.
Ella lo empujó suavemente para mirarlo a los ojos, su rostro húmedo por las lágrimas.
—Sebas, tal vez no soy la mujer con la que deberías tener un hijo. Tal vez… tal vez esto es una señal de que no puedo darte lo que necesitas.
—No digas eso —la interrumpió, colocando sus manos firmemente en sus hombros—. Estamos en esto juntos. ¿Me oyes? Pase lo que pase, estoy contigo.
Dalia asintió, aunque no parecía convencida. Sebastián la llevó de vuelta a la cama, donde se sentaron en silencio. Él siguió abrazándola, intentando calmar el torbellino de emociones que los envolvía.
Por dentro, Sebastián se sentía desgarrado. Había soñado tantas veces con ese momento, con sostener en sus manos una prueba positiva, con imaginar los primeros ultrasonidos y los meses de espera. Pero ahora, el peso de sus propias expectativas lo aplastaba.
—Quizá deberíamos parar —murmuró Dalia de pronto, rompiendo el silencio.
—¿Parar? —Sebastián la miró confundido.
—Dejar de intentarlo… por un tiempo. No sé si puedo seguir poniendo mi cuerpo y mi mente en esto. Me siento rota, Sebas. Y siento que te estoy fallando…
Él apretó los labios, reprimiendo el nudo en la garganta. La abrazó más fuerte, besando su frente.
—Si es lo que necesitas, lo haremos. Vamos a tomarnos un respiro.
Sin embargo, en lo más profundo de su ser, Sebastián no podía dejar de pensar en lo que significa.
—Ya lo hemos intentado todo —se lamentó ella—. Y adoptar me…, me haría sentir humillada.
Sebastián la miró un instante como si necesitara encontrar una respuesta.
—Seguro que… qué encontraremos otras opciones…
La vibración del teléfono sobre la mesita de noche rompió el silencio tenso de la habitación. Sebastián lo miró con un destello de fastidio en los ojos, pero al ver el nombre que aparecía en la pantalla, suspiró y se inclinó para tomarlo.
—Es Aziel, tengo que contestar —dijo en voz baja, lanzándole a Dalia una mirada de disculpa.
Ella simplemente asintió, con la mirada perdida en algún punto del suelo.
Sebastián deslizó el dedo por la pantalla y llevó el teléfono al oído.
—Aziel, ¿qué pasa?
—¡Sebas! Perdona que te llame a estas horas, pero necesito tu consejo. Estoy revisando un contrato de esos que parecen hechos para confundir a cualquiera, y tengo una duda rápida.
Sebastián cerró los ojos un momento, intentando que la frustración no se filtrara en su voz.
—¿Qué clase de cláusula te tiene atrapado esta vez?
—Es una de esas de exclusividad, pero la redacción es tan ambigua que podría interpretarse como una obligación perpetua. Solo quería saber si conoces algún precedente que me ayude a negociar esto.
Sebastián pasó una mano por su cabello, mirando de reojo a Dalia, que seguía en silencio.
—Aziel, honestamente, no es el mejor momento. Pero mira, revisa el caso de Pérez contra Intercom. Es un precedente fuerte sobre exclusividades mal redactadas. Debería darte suficiente para maniobrar.
—Perfecto, eso era justo lo que necesitaba. Gracias, Sebas, te debo una.
—No te preocupes. Hablamos luego.
Sebastián colgó y dejó el teléfono de nuevo en la mesita. Aziel era un excelente abogado, pero su falta de confianza a veces lo hacía depender demasiado de él. Sin embargo, en ese momento, el trabajo era lo último en lo que quería pensar.
Volvió a girarse hacia Dalia, quien seguía sentada al borde de la cama, abrazando sus propias rodillas. Parecía tan frágil que Sebastián sintió una punzada en el pecho.
—¿Dónde estábamos? —preguntó suavemente mientras se acercaba a ella, sentándose a su lado y tomándole una mano.
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Editado: 11.12.2024