Dalia abrió la puerta de su apartamento con una mezcla de alegría y pesadumbre. Sabía que su madre no había hecho el largo viaje solo por una visita casual. Su madre, Beatriz, siempre había tenido ese instinto agudo para saber cuándo las cosas no iban bien. Y ahora, al entrar, Beatriz no necesitó mucho para leer la tristeza en los ojos de su hija.
—¿Cómo estás, mi niña? —preguntó Beatriz, abrazándola con fuerza.
—Bien, mamá… —respondió Dalia con una sonrisa forzada.
Sin embargo, no pudo mantener la fachada mucho tiempo. En cuanto Beatriz dejó su abrigo y se acomodó en el pequeño sofá del salón, Dalia sintió que el peso en su pecho era insoportable.
—¿Café o té? —ofreció Dalia, más para ganar tiempo que por genuino interés en la respuesta.
—Té, por favor —respondió Beatriz, observándola con esos ojos serenos que siempre parecían mirar más allá de las palabras.
Dalia se dirigió a la cocina y puso agua a calentar. Desde el otro lado de la pared, Beatriz se permitió explorar el lugar con la mirada. Notó los pequeños detalles que hablaban de una vida compartida: las fotos de Dalia y Sebastián enmarcadas en la repisa, la manta tejida que seguramente él había dejado en la silla, los pequeños toques que convertían un apartamento en un hogar.
Cuando Dalia volvió con el té, se sentó frente a su madre, dejando escapar un suspiro largo y pesado.
—¿Qué pasa, Dalia? —preguntó Beatriz suavemente.
Dalia bajó la mirada hacia la taza de té que sostenía. Durante unos segundos, pareció perdida en sus propios pensamientos antes de finalmente hablar.
—Falló otra vez, mamá.
Beatriz sintió cómo su corazón se encogía ante esas palabras. Sabía lo que significaban. Sabía cuánta esperanza su hija había puesto en este último tratamiento, el que los médicos habían dicho que tenía más probabilidades de funcionar.
—Oh, hija… —dijo Beatriz, extendiendo una mano para tomar la de Dalia.
El silencio llenó el espacio entre ellas, pero no era un silencio incómodo. Era uno lleno de comprensión, de emociones que no necesitaban palabras para ser expresadas.
—Lo intentamos todo —continuó Dalia, luchando por mantener la voz firme—. El médico dice que quizás deberíamos considerar dejarlo, que mi cuerpo ya no aguanta más.
—¿Y tú qué piensas? —preguntó Beatriz.
—No sé…, estoy cansada, ya ni siquiera es por lo que implica las pruebas médicas, sino… cada vez soporto menos ver las pruebas negativas, no puedo con tanto, no puedo cuando veo la cara de Sebastián llena de desilusión. No tienes idea de todas las pruebas de embarazo que me he hecho a escondidas.
Por un momento, ambas se quedaron en silencio, escuchando solo el sonido del reloj y algún que otro ruido lejano de la calle. Finalmente, fue su madre quien rompió el silencio.
—¿Sebastián que piensas sobre todo?
Dalia suspiró profundamente, casi como si la pregunta pesara más de lo que debería.
—Él… Es increíblemente positivo. Me dice que no importa lo que pase, que me ama y que vamos a estar juntos en esto, pase lo que pase.
Su madre sonrió con un leve destello de esperanza en los ojos.
—Eso es maravilloso, hija. Ahí lo tienes. Él está dispuesto a estar contigo, incluso si no pueden tener hijos.
—Sí, lo sé... —Dalia miró hacia la ventana, como si buscara algo fuera que no podía encontrar dentro de ella misma—. Pero no sé, mamá. A veces pienso que dice eso para consolarme.
—¿Por qué piensas eso?
—Porque lo conozco. Sé cuánto le gustan los niños. ¿Sabes cuáles fueron sus palabras cuando me pidió matrimonio?: ¿Quieres ser la madre de mis hijos? —hizo una pausa—. Y cada vez que estamos en la calle y ve a un niño, su cara se ilumina. Siempre les sonríe, les hace algún comentario amable... Es tan natural para él.
Su madre asintió, procesando lo que Dalia decía.
—Bueno, es cierto que Sebastián es muy cariñoso. Pero eso no significa que no pueda ser feliz contigo tal y como son las cosas ahora.
Dalia negó con la cabeza, con la mirada fija en un punto indeterminado en la alfombra.
—Es que no es solo eso. Cuando vamos al supermercado, por ejemplo, a veces se detiene en la sección infantil. Mira la ropa, los juguetes... Ni siquiera dice nada, pero yo lo noto. Es como si no pudiera evitar imaginarse cómo sería nuestra vida con un niño.
Su madre se quedó en silencio por un momento, tratando de elegir sus palabras con cuidado.
—Dalia, no voy a decirte que no es difícil. Porque lo es. Pero tienes que pensar en lo que ya tienes.
Su hija apretó los labios, sintiendo cómo las lágrimas empezaban a acumularse en sus ojos.
—¿Y si cambia de opinión? ¿Y si algún día se da cuenta de que esto no es suficiente para él?
—Entonces será una decisión que tendrá que tomar él, y no tendrá nada que ver con que tú hayas hecho algo mal. Pero, mientras tanto, no puedes vivir con ese miedo. No es justo para ninguno de los dos.
Su madre la abrazó y, esa tarde Dalia se sintió un poco mejor.
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Editado: 01.03.2025