El reloj marcaba las 7:30 de la noche. El bufete comenzaba a quedarse en silencio, con la mayoría de los empleados ya de camino a casa. Sebastián cerró su computadora portátil con un suspiro, frotándose los ojos cansados. Apenas había avanzado con el caso de la fábrica de telas.
—¿Todavía aquí? —preguntó Julia desde la puerta, con su chaqueta colgada en el brazo y el bolso en el hombro.
—Parece que sí —respondió él con una sonrisa débil, mirándola mientras recogía sus cosas.
Julia cruzó los brazos, apoyándose en el marco de la puerta.
—Si sigues con esa rutina, vas a necesitar un médico antes de que este caso termine.
Sebastián dejó escapar una carcajada suave, poniéndose de pie.
—Lo tomaré en cuenta, doctora.
Julia lo observó, divertida pero con cierta preocupación en los ojos. Había algo en la forma en que Sebastián cargaba con todo, como si temiera que el mundo se desmoronara si él no estaba ahí para sostenerlo. Aunque intentaba esconderlo, Julia sabía que él no estaba bien.
—¿Tienes planes para esta noche? —preguntó ella, tratando de sonar casual mientras caminaba hacia él.
—Solo llegar a casa, cenar algo rápido y probablemente caer muerto en el sofá. ¿Y tú? —dijo mientras apagaba la luz de su oficina y ambos salían al pasillo.
—Nada fuera de lo común. Quizá una película, una copa de vino… Ya sabes, mi emocionante vida.
Ambos rieron mientras bajaban juntos en el ascensor. Era una rutina familiar, pero había algo diferente esa noche. La atmósfera se sentía más íntima, como si el cansancio y la hora les permitieran bajar las defensas.
—Oye, Julia… —dijo Sebastián, rompiendo el silencio mientras caminaban hacia la salida—. Gracias por hoy. Por el café, la charla, por todo.
Ella lo miró de reojo, con una sonrisa suave.
—Siempre, Sebas. Ya te lo dije, estamos en esto juntos. Aunque no seas el mejor escuchando consejos.
—Eso lo dices porque no te he dejado hablar lo suficiente —bromeó él.
Cuando llegaron a la puerta del edificio, el frío de la noche los envolvió. Julia se ajustó la bufanda mientras Sebastián metía las manos en los bolsillos de su abrigo. Durante un momento, se quedaron ahí, como si ninguno quisiera realmente despedirse.
—Bueno… —empezó a decir Julia, pero se detuvo al notar que Sebastián la miraba con intensidad.
—¿Te he dicho alguna vez lo mucho que valoro trabajar contigo? —preguntó él de repente.
Julia arqueó una ceja, sorprendida por el tono sincero de su voz.
—No con esas palabras exactas, pero… gracias. Aunque creo que es al revés. Eres tú el que hace que el trabajo aquí sea soportable.
Sebastián sonrió, desviando la mirada hacia la calle vacía. Había algo en su expresión que hizo que Julia sintiera un leve nudo en el estómago.
—A veces pienso que no podría seguir con esto sin tu apoyo —confesó él.
Julia tragó saliva, intentando ignorar el leve calor que subió a sus mejillas.
—Sebastián, tú eres más fuerte de lo que crees. Pero me alegra saber que soy útil.
Se quedaron en silencio de nuevo, el eco de sus palabras flotando en el aire. Finalmente, Julia rompió la tensión con un tono más ligero.
—Bueno, antes de que esto se convierta en un drama de oficina, será mejor que me vaya.
—¿Puedo acompañarte hasta tu coche? —preguntó él.
—¿Ahora quieres ser mi guardaespaldas? —respondió ella con una sonrisa divertida, pero asintió.
Caminaron juntos por el estacionamiento, sus pasos resonando en la tranquilidad de la noche. Al llegar al coche de Julia, ella sacó las llaves y se volvió hacia él.
—Gracias, Sebas. Por todo.
Él asintió, sonriendo.
—Descansa, Julia. Nos vemos mañana.
Julia subió al coche, encendió el motor y bajó la ventana antes de irse.
—Oye… —dijo, vacilando por un segundo—. Salúdame a Dalia ¿vale? Dile que aquí tiene una amiga.
Sebastián asintió, sintiendo que su pecho se apretaba ligeramente.
—Gracias.
Mientras ella se alejaba, él se quedó ahí, observando las luces traseras del coche hasta que desaparecieron en la distancia. Suspiró profundamente antes de dirigirse a su propio auto. Esa noche, mientras conducía de regreso a casa, no pudo evitar pensar en Julia. Había algo en su compañía que hacía que incluso los días más difíciles parecieran un poco más llevaderos.
Sebastián llegó al departamento sintiendo el peso del día en los hombros, pero con la esperanza de encontrar un poco de tranquilidad en casa. El olor de algo recién cocinado lo recibió al abrir la puerta, mezclado con la suave luz cálida que provenía de la sala. Dejó las llaves en el pequeño plato de cerámica sobre la consola junto a la entrada y se quitó los zapatos. La vista del interior era reconfortante, aunque percibió algo diferente en el aire. Dalia estaba sentada en el sofá, con una manta sobre las piernas y una copa de vino en la mano, sonriendo con una energía más viva que en los días recientes.
—La cena está lista —anunció, levantándose con una agilidad que hacía tiempo no veía en ella.
Sebastián la miró sorprendido y se permitió sonreír. Era un alivio verla más animada, después de tantas semanas de miradas cansadas y silencios llenos de tensión.
—¿Qué es esto? ¿Un milagro culinario? —bromeó, dejando su maletín junto al perchero.
—Algo así. Decidí que merecemos una noche normal, ¿no crees? Cociné algo especial, incluso abrí el vino que guardabas para una ocasión importante —respondió ella, señalando la botella medio vacía sobre la mesa.
Sebastián arqueó una ceja, divertido.
—¿Ya consideramos este día una ocasión importante?
Dalia se encogió de hombros, guiándolo hacia la pequeña mesa del comedor.
—Después de todo lo que hemos pasado, creo que cualquier día que no termine en lágrimas merece celebrarse.
Sebastián se detuvo un momento, observándola más de cerca. Aunque su cabello estaba un poco desaliñado y había rastros de cansancio en sus ojos, había algo en su expresión que parecía diferente. Como si estuviera esforzándose por recuperar una parte de sí misma.
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Editado: 01.03.2025