El sol apenas comenzaba a iluminar el horizonte cuando Dalia se despertó, sintiendo el peso de la jornada que le aguardaba. Sebastián ya estaba en pie, revisando unos documentos en la mesa del comedor, con una taza de café casi vacía junto a él. Llevaba el traje bien ajustado, pero las sombras bajo sus ojos delataban la noche en vela.
—¿Otra noche sin dormir? —preguntó Dalia mientras se ajustaba el albornoz y se dirigía hacia él.
Sebastián levantó la vista y le dedicó una sonrisa cansada.
—Un caso de último momento. Es una demanda contra una empresa que ha estado en problemas legales durante años, pero nadie del bufete quiso tomarlo. Creo que puedo sacarlo adelante, pero debo presentarlo hoy mismo.
Dalia frunció el ceño, sirviéndose un poco de café.
—Eso suena agotador. ¿Estás seguro de que puedes manejarlo?
—No tengo opción —respondió él con una media sonrisa—. Pero creo que puedo darle un giro interesante. He estado estudiando todo el material. Si todo sale como espero, podríamos ganar mucho más que el caso: visibilidad para el bufete y para mí.
Dalia lo observó en silencio durante unos segundos. Sabía cuánto significaba para Sebastián ser reconocido en su trabajo, pero también sabía cuánto le estaba costando. Finalmente, se acercó y le acarició suavemente el rostro.
—Solo no te olvides de comer algo, ¿sí? Y avísame cómo te va.
—Lo haré —prometió él, inclinándose para besarla en la frente—. Gracias, Dal.
Ella sonrió débilmente mientras lo acompañaba hasta la puerta. Sebastián tomó su maletín, ajustó su abrigo y se volvió hacia ella antes de salir.
—Te amo.
—Yo también. Buena suerte.
Sebastián desapareció por el pasillo, y Dalia cerró la puerta tras él, suspirando profundamente. La casa se sintió repentinamente vacía. Pero no tenía tiempo para quedarse en silencio; aún tenía que hacer unas compras antes de ir al trabajo.
El tráfico matutino era más pesado de lo usual, pero Dalia logró detenerse en su cafetería favorita antes de dirigirse al supermercado. Mientras esperaba su pedido, revisó distraídamente su teléfono. Había mensajes de su madre preguntando cómo estaba, un recordatorio del trabajo sobre la cita de un cliente y un mensaje de Julia.
“Hola, Dalia, le he pedido tu número a Sebastián, espero no te moleste. Solo quería saber cómo estabas. Si necesitas hablar, aquí estoy. Un abrazo.”
Dalia sintió un nudo en el estómago al leerlo. Sabía que Julia solo intentaba ser amable, pero no podía evitar sentirse expuesta. Respondió con un simple:
“Gracias, estoy bien.”
—Café con leche y un croissant para llevar —anunció el barista, sacándola de sus pensamientos.
Recogió su pedido, pagó rápidamente y salió rumbo al supermercado. La lista era sencilla: algunos productos para el trabajo, comida para los animales que cuidaban en la veterinaria y unas pocas cosas para la casa. Mientras empujaba el carrito por los pasillos, notó que su mente regresaba al mismo lugar de siempre: las constantes preguntas de amigos y conocidos sobre el embarazo que no había resultado.
Después de pagar en el supermercado, Dalia salió con las bolsas bien organizadas en el carrito. A pesar de lo cotidiano de la tarea, sentía que el aire fresco de la mañana la ayudaba a despejar un poco su mente. Colocó las compras en el maletero de su coche, cerró la puerta con cuidado y se dirigió hacia la clínica veterinaria donde trabajaba.
Al llegar, la recibió el típico alboroto matutino: un par de perros ladraban desde las jaulas de recuperación, un gato maullaba exigiendo atención, y Mariana, su mejor amiga y colega, ya estaba peleando con una impresora que parecía haberse declarado en huelga.
—¡Por fin llegas! —exclamó Mariana al verla entrar—. Esta cosa está poseída, y yo no tengo paciencia para lidiar con tecnología antes de las diez.
Dalia dejó sus cosas en el casillero y se acercó, conteniendo una risa.
—¿Le diste un golpe suave? A veces con eso basta para que recapaciten.
Mariana suspiró exageradamente, señalando la máquina como si fuera una némesis.
—Si le doy otro golpe, me despiden. ¿Puedes intentarlo tú?
Dalia examinó la impresora, presionó un par de botones y, como por arte de magia, comenzó a imprimir.
—Ahí está. Solo necesitaba el toque de una experta —bromeó, devolviéndole las hojas a Mariana.
—O de alguien con más suerte que yo.
Ambas se rieron, y Mariana la siguió mientras se colocaban las batas.
—Por cierto, ¿qué tal todo? —preguntó Mariana con un tono que claramente insinuaba más de lo que decía.
Dalia, que había estado organizando algunos papeles, se tensó ligeramente. Sabía a qué se refería: al embarazo fallido, al proceso de explicarle a todos que, una vez más, las cosas no habían salido como esperaban.
—Bien, todo bien —respondió con un tono ligero, intentando desviar la atención—. ¿Y tú? ¿Qué tal tú noche?
Mariana la observó con una ceja arqueada, como si supiera que Dalia estaba esquivando la pregunta. Antes de que pudiera insistir, David, el encargado del área de análisis, apareció con una caja en las manos.
—¿Interrumpo algo? —preguntó con una sonrisa traviesa, dejando la caja en la mesa.
—No, para nada —respondió Mariana, aunque le lanzó una mirada de advertencia que David captó de inmediato. Sin decir una palabra, le dio un suave golpe en el brazo.
—Deja el tema —murmuró él, lo suficientemente bajo como para que Dalia no lo escuchara. Luego, con un cambio de tono, añadió en voz alta—: Por cierto, ¿quién quiere ayudarme con un gato que parece haberse comido la mitad de un juguete?
Dalia aprovechó la oportunidad para intervenir.
—Voy yo. Necesito algo entretenido después del supermercado.
La mañana transcurrió entre risas, ladridos y anécdotas peculiares de los animales que llegaban a la clínica. En un momento, mientras intentaban bañar a un perro golden retriever que parecía decidido a mojar a todo el mundo menos a sí mismo, Mariana terminó resbalando y cayendo en un charco de agua y champú.
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Editado: 01.03.2025