El sol apenas se alzaba sobre los fiordos, tiñendo el mar de un resplandor dorado. El sonido de los cuernos de guerra anunció lo que todos en la aldea esperaban: los barcos drakkar regresaban. Las velas pintadas con símbolos de lobos y dragones se mecían con el viento, orgullosas, mientras los remos golpeaban las aguas heladas con un ritmo que parecía marcar el pulso del destino.
En la orilla, mujeres, ancianos y niños aguardaban con expectación. Había gritos de júbilo, risas, y también miradas cargadas de ansiedad: algunos sabían que no todos los que partieron regresarían. Entre la multitud estaba Astrid, envuelta en un manto de lana azul, con los cabellos dorados sueltos cayendo sobre sus hombros. Sus ojos celestes buscaban con impaciencia una figura en particular.
El primero en saltar a tierra fue Erik Ragnarsson, alto, con la fuerza marcada en sus brazos desnudos y la melena castaña recogida en una trenza guerrera. Su pecho se alzaba orgulloso, cicatrices recientes cruzaban su piel, y en la mano derecha cargaba un estandarte: prueba de su victoria en tierras lejanas. Cuando la multitud lo vitoreó, él levantó la mirada y la encontró a ella.
Fue un instante, un latido entre el bullicio. Los ojos de Erik se encendieron al ver a Astrid, y ella, con un leve temblor, bajó la vista. Habían pasado dos inviernos desde la última vez que se vieron de cerca, pero la intensidad seguía intacta.
La celebración comenzó esa misma tarde. En la gran sala comunal, el banquete se extendía con jarras de hidromiel, carne de caza y canciones que resonaban como truenos. Los ancianos contaban historias de dioses y presagios, mientras los jóvenes guerreros chocaban sus copas, riendo como si la vida fuera eterna.
Erik estaba rodeado de hombres que lo felicitaban, pero sus ojos buscaban siempre a Astrid, sentada junto a su padre, el tejedor. Ella reía suavemente ante los comentarios de las mujeres mayores, aunque su sonrisa se desvanecía cada vez que sentía la intensidad de la mirada de Erik sobre ella.
No aguantó más. En medio del bullicio, Erik se levantó y se acercó a ella. Su sola presencia imponía respeto: los hombres guardaban silencio al verlo pasar, las mujeres lo seguían con los ojos. Se inclinó, fingiendo hablar de asuntos triviales, pero su voz fue un susurro que solo Astrid escuchó:
—Tus ojos han sido mi faro en cada batalla, Astrid.
Ella tembló. El corazón le golpeaba en el pecho con fuerza, y aún así respondió en un hilo de voz:
—No debes decir esas cosas, Erik… Mi padre ha prometido mi mano a otro.
Él apretó la mandíbula, la rabia contenida se reflejó en sus ojos.
—Los dioses no dictaron eso. Yo no crucé mares y derramé sangre para regresar y verte convertida en la esposa de un comerciante.
Astrid lo miró fijamente, con lágrimas que se resistían a caer.
—No lo entiendes… Si me niego, traeré desgracia a mi familia. El honor lo es todo aquí.
Erik se inclinó un poco más, y por un instante, las hogueras parecieron iluminar solo sus rostros.
—Entonces deja que yo luche por tu honor. Si los dioses me dieron fuerza, es para reclamar lo que mi corazón ansía.
El silencio entre ambos era un hilo tenso, cargado de deseo y peligro. Astrid retiró suavemente su mano, consciente de que alguien podía verlos. Pero su mirada lo dijo todo: ella lo amaba también, aunque el mundo entero se interpusiera.
Esa noche, mientras la aldea dormía tras el festín, Astrid salió al río a llenar un cántaro. El reflejo de la luna plateaba las aguas cuando escuchó pasos tras ella. Era Erik.
—No deberías estar aquí —murmuró ella, aunque no retrocedió.
—Y tú no deberías temblar de esta manera si no me amaras —respondió él, acercándose lentamente.
El aire frío se llenó de tensión. Erik alzó una mano, acariciando con torpeza pero ternura un mechón de su cabello. Astrid cerró los ojos, rindiéndose por un instante al deseo que había reprimido tanto tiempo.
—Si los dioses nos castigan —susurró ella—, que al menos sepan que fue por amor.
Entonces, bajo el cielo vikingo, sus labios se encontraron por primera vez. Fue un beso ardiente, desesperado, lleno de todo lo que habían callado durante años. Y en ese instante, nada más importó: ni el deber, ni el honor, ni las promesas rotas. Solo ellos dos.
Pero en la oscuridad, unas sombras observaban. Y el destino, celoso de los amantes, ya tramaba las pruebas que pondrían a su amor al borde de la ruina.