Amor Bajo el Cielo Vikingo

Capítulo 2 – El Peso del Compromiso

La mañana siguiente al festín, la aldea despertó con la bruma cubriendo los campos como un velo. Los niños corrían descalzos, las mujeres encendían los hornos de pan, y los hombres revisaban las reparaciones de los barcos. La vida parecía seguir su curso normal, pero en el corazón de Erik y Astrid ardía el recuerdo del beso robado junto al río.

Astrid apenas había dormido. Cada vez que cerraba los ojos, revivía el calor de los labios de Erik y el temblor que le había recorrido el cuerpo. Pero también escuchaba la voz severa de su padre, recordándole que su deber era honrar la promesa hecha al comerciante de la aldea vecina, un hombre mayor y rico que aseguraría bienestar a toda su familia.

El padre de Astrid, Halvard, era un hombre de mirada dura, marcado por los inviernos. Esa mañana llamó a su hija y, mientras remendaba una red de pesca, le habló sin mirarla:

—Hoy vendrá tu prometido. Ha traído pieles y plata. Es un buen hombre, Astrid. No debes soñar con nada más.

Astrid bajó la cabeza, reprimiendo las lágrimas. No podía confesar lo que había ocurrido con Erik, ni el amor que guardaba desde niña.

Mientras tanto, en el campo de entrenamiento, Erik golpeaba un tronco con su hacha una y otra vez, descargando su rabia contra la madera. Sus hermanos de armas lo observaban en silencio; sabían que algo lo perturbaba más que cualquier batalla.

—Tus ojos están nublados, Erik —le dijo Gunnar, su mejor amigo—. No es propio de ti.

Erik respiró hondo, apoyando el hacha en el suelo.

—El padre de Astrid la entrega como si fuera una bolsa de trigo. Yo no puedo quedarme de brazos cruzados.

Gunnar lo miró con cautela.

—Sabes que desafiar un compromiso traerá sangre. Los clanes no perdonan esa deshonra.

—Que así sea —replicó Erik con voz firme—. Prefiero morir peleando que verla convertida en la esposa de un hombre que no ama.

Esa tarde, la tensión se desató. El comerciante Sigurd, el prometido de Astrid, llegó a la aldea. Era un hombre de barba espesa, con vientre prominente y dedos adornados de anillos. Su risa era fuerte, pero sus ojos calculadores. Se presentó ante Halvard con regalos, y ante los ojos de todos, tomó la mano de Astrid con posesión.

Erik, desde la distancia, apretó los puños hasta que sus nudillos se volvieron blancos. La sangre hervía en sus venas al ver a Astrid bajar la mirada con resignación.

Esa noche, cuando las hogueras iluminaban la plaza, Sigurd alzó su copa y habló en voz alta:

—En siete lunas, esta mujer será mi esposa. Que todos sean testigos.

El silencio cayó por un instante, hasta que una voz grave lo interrumpió.

—No.

Todos voltearon. Erik había dado un paso al frente, erguido como un lobo desafiando a un oso. Su mirada estaba fija en Sigurd, pero también en Astrid, que contenía el aliento.

—Astrid no será tuya mientras yo respire —declaró con firmeza.

Un murmullo recorrió la aldea. El jefe del clan, un anciano de cabello blanco llamado Bjorn, se levantó con gesto severo.

—Erik Ragnarsson, tus palabras son graves. Un compromiso es ley entre nosotros. Si deseas romperlo, deberás probar tu valor.

Sigurd soltó una carcajada ronca, confiado en su fuerza.

—¿Quieres la muchacha, guerrero? Entonces te reto. Un duelo al amanecer, ante los dioses.

El corazón de Astrid se detuvo. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras buscaba los de Erik, rogando en silencio que no aceptara. Pero él ya había dado un paso hacia adelante, con la voz resonando como un trueno:

—Acepto.

La multitud estalló en gritos. Algunos celebraban el desafío, otros murmuraban sobre la desgracia que se avecinaba. Astrid, con el corazón desgarrado, sabía que a partir de ese momento, el destino estaba marcado.

Esa noche, mientras el resto dormía, ella buscó a Erik en secreto. Lo encontró afilando su espada bajo la luz de la luna.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó entre sollozos—. Si pierdes, te matarán… y yo no sobreviviré a esa culpa.

Erik levantó la mirada, y en sus ojos había fuego y ternura.

—Prefiero arriesgar mi vida que vivir en un mundo donde no pueda tocarte. Astrid, los dioses nos hicieron para estar juntos.

Ella lo abrazó con fuerza, aferrándose a su pecho como si pudiera detener al destino con sus manos.

—Entonces lucha… lucha por nosotros.

Él apoyó la frente contra la de ella, susurrando:

—Mañana, cuando el sol nazca, los dioses decidirán nuestro amor.




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