El cielo aún estaba teñido de sombras cuando los cuernos de la aldea resonaron, llamando a todos al campo de combate. La bruma cubría el suelo como un manto de los dioses, y el aire helado cortaba la piel. Nadie faltó aquella mañana: ancianos, niños, mujeres y guerreros se reunieron en círculo, expectantes. El duelo entre Erik Ragnarsson y Sigurd el Comerciante no era solo una lucha por el corazón de una mujer, sino un enfrentamiento que pondría en juego el honor de clanes enteros.
Astrid permanecía junto a su padre, el corazón latiéndole con tanta fuerza que temía que todos lo escucharan. Su padre, rígido como un roble, no mostraba emoción, pero ella sabía que sus ojos evitaban los de Erik.
Erik apareció con paso firme, la espada al cinto y el escudo de madera adornado con un lobo pintado en blanco. Su silueta se recortaba contra el amanecer, imponente, como si Odín mismo lo hubiera bendecido.
Sigurd, en cambio, vestía una cota de malla reluciente, regalo de sus viajes, y sostenía un hacha doble. Su sonrisa era soberbia, confiada, como quien cree que la victoria ya le pertenece.
El anciano Bjorn, jefe del clan, levantó su bastón tallado con runas y habló con voz grave:
—Hoy, los dioses serán testigos. Este duelo se librará con honor. El vencedor reclamará no solo el derecho de Astrid, sino la bendición del clan. Que Thor guíe el brazo más fuerte, y que Freyja guarde el corazón más justo.
El círculo se cerró. El silencio era tan espeso que hasta el crujir del hielo bajo los pies se escuchaba.
El combate comenzó.
Sigurd fue el primero en atacar, cargando con fuerza brutal, su hacha silbando en el aire. Erik levantó el escudo y el golpe retumbó como un trueno. La multitud contuvo el aliento.
Astrid apretó las manos contra su pecho, incapaz de mirar, pero sin poder apartar la vista.
Erik giró con agilidad, deslizándose como un lobo ágil frente a la torpeza del comerciante. Cada golpe de Sigurd era poderoso, pero lento. Erik lo esquivaba, esperando el momento oportuno.
—¡Lucha como un hombre, muchacho! —rugió Sigurd, jadeando ya por el esfuerzo.
—Un verdadero hombre lucha con la cabeza, no solo con los brazos —replicó Erik con calma, sus ojos ardiendo.
El intercambio se intensificó. Chispas volaban cada vez que las armas chocaban. El escudo de Erik comenzaba a astillarse, pero sus movimientos eran calculados, como si bailara en un ritmo que solo él entendía.
De repente, Sigurd arremetió con toda su furia, levantando el hacha para un golpe mortal. Erik rodó hacia un costado, esquivándolo por un suspiro. Con un grito de fuerza, alzó su espada y la colocó en la garganta de Sigurd.
La multitud estalló en un grito.
—¡Erik! ¡Erik!
Sigurd quedó de rodillas, jadeando, con el acero frío contra su piel. La rabia en sus ojos se mezcló con miedo. Erik pudo haberlo matado, pero bajó la espada lentamente.
—No necesito tu muerte para demostrar mi amor —dijo, con voz clara—. La fuerza no está en destruir, sino en proteger lo que uno ama.
El anciano Bjorn se levantó, golpeando el suelo con su bastón.
—¡El duelo ha terminado! ¡Los dioses han hablado! Erik Ragnarsson es el vencedor.
La multitud aclamó, mientras Astrid sintió que sus rodillas flaqueaban. Por un momento pensó que iba a caer, pero la mirada de Erik la sostuvo desde la distancia. En sus ojos estaba todo: la promesa de un futuro, la certeza de un amor indestructible.
Sigurd, humillado, fue retirado por dos hombres. Murmuraba maldiciones, jurando que aquello no quedaría así. La sombra de su rencor quedó flotando en el aire, invisible para todos excepto para Astrid, que presentía que aquel odio aún traería desgracias.
Cuando la multitud se dispersó, Erik se acercó a Astrid. No se tocaban, no se atrevían aún, pero sus miradas ardían como hogueras secretas.
—Ahora eres libre —susurró él, con una leve sonrisa—. Y yo lucharé contra cualquiera que intente encadenarte otra vez.
Astrid sintió que el mundo entero desaparecía. Por primera vez en mucho tiempo, se permitió sonreír entre lágrimas.
Pero en el horizonte, donde el mar se unía con la niebla, los cuervos comenzaron a volar en círculos. Y en las tierras vikingas, los cuervos siempre eran presagio de guerra.