El sol del norte caía tímido entre las nubes, tiñendo de tonos grises la aldea. Aunque el duelo había terminado y Erik se había proclamado vencedor, la paz no llegó tan fácilmente. El aire estaba cargado de susurros, algunos de admiración, otros de descontento.
—Erik luchó con honor, los dioses lo favorecieron —decían los jóvenes guerreros, orgullosos de él.
Pero entre los ancianos y los comerciantes, las voces eran distintas:
—Un compromiso roto es una afrenta peligrosa. Hoy es Sigurd, mañana podría ser cualquiera.
Astrid caminaba por el poblado sintiendo esas miradas clavarse en su espalda. Unos le sonreían con complicidad, como si celebraran su libertad; otros la observaban con dureza, como si fuera culpable de sembrar discordia. En su corazón sabía que lo que había ocurrido era inevitable, pero la incertidumbre no la dejaba respirar tranquila.
Esa tarde, Erik fue convocado a la sala comunal por el anciano Bjorn. El lugar estaba lleno: jefes menores, comerciantes, guerreros y hasta mujeres del clan. El silencio se apoderó del ambiente cuando el anciano habló:
—Erik Ragnarsson, has demostrado tu valor ante todos. Los dioses te dieron la victoria. Pero no ignores las consecuencias: Sigurd ha sido humillado, y hombres como él no olvidan. El clan vecino podría tomar esto como una ofensa.
—Que lo intenten —respondió Erik con voz firme, cruzando los brazos—. No temo a ningún hombre.
Bjorn lo miró con severidad.
—La fuerza es necesaria, pero también lo es la sabiduría. Una chispa puede encender una guerra, y tu corazón ha encendido esa chispa.
Las palabras resonaron en la sala, pero nadie se atrevió a replicar.
Mientras tanto, lejos de allí, en el muelle donde los barcos descansaban, Sigurd bebía de un cuerno de hidromiel junto a dos hombres de su confianza. Su orgullo herido ardía más que cualquier herida física.
—Ese muchacho me ha ridiculizado —escupió, con la mirada oscurecida—. Pero aún no todo está perdido. El oro compra más que mercancías.
Uno de los hombres lo miró con cautela.
—¿Qué planeas?
—Si no puedo tener a Astrid, al menos destruiré a Erik. Y si para eso debo invocar a aliados extranjeros, lo haré.
El rumor de su rencor comenzó a extenderse en secreto, como un veneno invisible que se colaba entre las grietas de la aldea.
Aquella noche, en la soledad del bosque, Astrid buscó a Erik. Lo encontró entrenando bajo la luz de la luna, practicando con la espada como si luchara contra enemigos invisibles. Cada golpe resonaba contra un tronco, cada respiración era un rugido contenido.
—Erik… —susurró ella, acercándose con cautela.
Él se detuvo, y al verla, la dureza de su rostro se suavizó.
—Astrid.
Ella corrió hacia él, y por primera vez desde el duelo, se permitió abrazarlo sin miedo a las miradas. Él la sostuvo con fuerza, como si con ese gesto pudiera protegerla del mundo entero.
—Tengo miedo —confesó ella, con voz quebrada—. Siento que Sigurd no se quedará quieto. He visto sus ojos… no eran de derrota, sino de odio.
Erik acarició su cabello, apoyando su frente contra la de ella.
—Déjame cargar con ese miedo, Astrid. Que tu corazón solo guarde amor, no temor.
Ella lo miró con lágrimas brillando en los ojos.
—¿Y si lo intentan de nuevo? ¿Y si vienen por nosotros?
—Entonces lucharemos juntos. Nadie separará lo que los dioses ya han unido.
Sus labios se encontraron otra vez, esta vez con la certeza de que ya no había marcha atrás. El beso fue largo, ardiente, lleno de promesas silenciosas.
Pero a lo lejos, un graznido de cuervos interrumpió la calma. Astrid se estremeció. Los viejos decían que cuando los cuervos rondaban en círculo sobre un poblado, era presagio de guerra.
Los días siguientes confirmaron sus temores. Un explorador regresó a la aldea con noticias alarmantes:
—Los hombres de Sigurd han sido vistos reuniéndose con extranjeros en la costa. Guerreros de otras tierras, con escudos pintados de rojo.
El murmullo recorrió el poblado como un relámpago.
Bjorn reunió a todos en la sala comunal, su voz grave llenando el lugar:
—Se avecina tormenta. Si Sigurd busca venganza aliándose con forasteros, no solo pone en peligro a Erik y Astrid… sino a todos nosotros.
Los hombres golpearon sus escudos en señal de guerra, pero en el corazón de Astrid el miedo crecía. Sabía que la batalla que se acercaba no sería solo de acero y sangre, sino también de amor y destino.
Esa noche, mientras las hogueras iluminaban la aldea y los guerreros se preparaban para lo peor, Astrid y Erik permanecieron juntos en silencio, tomados de la mano. No necesitaban palabras: ambos sabían que el tiempo de la calma había terminado.
En el horizonte, más cuervos comenzaron a volar.