La brisa de primavera acariciaba las colinas, llevando consigo el aroma dulce de los cerezos en flor. Era la época del año en que los caminos de tierra se teñían de pétalos rosados, un paisaje tan efímero como la felicidad en tiempos de guerra.
Akiko, con las mangas de su kimono de lino arremangadas, observaba las flores desde la ladera cercana a su hogar. Su padre, un comerciante respetado en la aldea, había pedido que cuidara del pequeño puesto mientras él negociaba en la ciudad vecina. Akiko adoraba esa tarea; aunque a menudo resultaba solitaria, también le permitía disfrutar del esplendor de la naturaleza y soñar con una vida más allá de las montañas que rodeaban su aldea.
—Akiko-san, ¿cuántas veces he de decirte que no dejes el puesto desatendido? —la voz grave de Haruto, el hijo mayor del herrero, rompió la calma.
Ella dio un respingo y se giró con una sonrisa forzada.
—No está desatendido, Haruto-kun. Solo estoy… admirando el paisaje.
Él negó con la cabeza, pero antes de poder responder, un sonido inusual interrumpió su conversación. Un caballo se aproximaba a toda velocidad por el camino principal. Akiko y Haruto intercambiaron una mirada de preocupación. Nadie cabalgaba de esa forma a menos que algo grave hubiese ocurrido.
El jinete detuvo al caballo frente al puesto, cubierto de polvo y con una expresión sombría. Vestía una armadura sencilla, desgastada, pero el sable que llevaba al costado brillaba con un filo impecable. Sus ojos oscuros se encontraron con los de Akiko, y por un momento, ella sintió que el tiempo se detenía.
—¿Este es el camino a la ciudad de Kiyosu? —preguntó el hombre, su voz firme pero cargada de urgencia.
Haruto fue el primero en responder.
—Sí, pero está a medio día de aquí. Si sigue cabalgando de esa forma, no llegará lejos.
El hombre bajó del caballo con dificultad, claramente agotado. Akiko notó que tenía una herida en el brazo, apenas cubierta por un trozo de tela ensangrentada.
—Necesita atención —dijo ella, dando un paso adelante antes de que Haruto pudiera detenerla.
—No es necesario —replicó el hombre, aunque su voz traicionó su debilidad.
Akiko no hizo caso. Sabía que no debía acercarse a extraños, pero había algo en él que despertaba su compasión… y su curiosidad.
—Mi casa está cerca. Puedo curar su herida.
El hombre la miró con escepticismo, pero al final asintió.
—Mi nombre es Renji —dijo con una leve inclinación de cabeza.
—Akiko —respondió ella, sintiendo cómo su nombre sonaba diferente en los labios de aquel desconocido.
Mientras lo ayudaba a caminar hacia su casa, Akiko no podía imaginar que aquel encuentro cambiaría su vida para siempre. Bajo el cielo de primavera, el destino comenzaba a tejer una historia que ni los mismos dioses podrían deshacer.