Amor Ciego

Capítulo 1. Alessandro Falconi

Dicen que uno no valora lo que tiene hasta que lo pierde. Supongo que, en mi caso, la frase aplica demasiado bien… aunque, en aquel entonces, yo habría soltado una carcajada soberbia si alguien intentaba decírmela.

Yo era Alessandro Falconi.
El hombre al que nadie le decía que no, el heredero del imperio hotelero Falconi Resorts.
El favorito de la prensa, de los accionistas… y de todas las mujeres que se cruzaban en mi camino.

Y sí, lo sabía. Sabía perfectamente el efecto que causaba, no era modestia, nunca lo fue.

Medía un metro noventa, cuerpo trabajado al detalle, no por salud, sino porque lucir impecable era parte de mi marca personal, cabello negro perfectamente peinado, y unos ojos grises que más de una mujer juró que podían desnudar el alma. Lo cierto es que jamás me interesó desnudar almas… el cuerpo era suficiente.

Mi vida era un espectáculo, y yo era su protagonista absoluto.

La mayoría de mis noches eres fabulosas, rodeado de gente hermosa, música, copas caras y ese aroma a lujo que solo quienes pertenecen a mi círculo pueden identificar. Estábamos en el Sky Lounge del Falconi Tower, uno de nuestros hoteles más exclusivos en Milán. Las luces de la ciudad parecían joyas bajo nuestros pies, y yo… bueno, yo brillaba más que todas ellas juntas.

—Ales, brindemos por ti —dijo Marco, uno de mis amigos de infancia y ahora socio en algunos de mis negocios secundarios.

Por mí...siempre por mí, el centro, el eje, el sol alrededor del cual todos orbitaban.

A mi derecha, una modelo rusa, ¿Natalia?, ¿Nadia?, algo con “na”, pasaba su mano por mi brazo como si yo fuera una extensión natural de su piel. Yo la dejaba hacer; no porque me importara, sino porque quedaba bien con la imagen, las mujeres eran parte del atuendo, como un reloj exclusivo o un traje a medida.

—Deberías venir conmigo a Ibiza este fin de semana —dijo ella acercando sus labios a mi oído—. Solo tú y yo.

Sonreí con esa expresión que tantas portadas había decorado.
—No hago exclusividad, bella, no es rentable —susurré, acariciando su barbilla apenas.

Sus mejillas se tiñeron de orgullo, en mi mundo, incluso un descarte podía sonar como un halago, así de intoxicante era el juego… y yo lo dominaba.

No tenía amigos, a excepción de Marcos, los demás eran aliados.
No tenía parejas, tenía acompañantes temporales.
No tenía límites, tenía acceso.

¿Cruel? Puede ser.
¿Superficial? También.
Pero yo no veía el problema, no cuando todo funcionaba a mi favor o al menos, eso creía.

Esa noche, mientras el DJ cambiaba a una canción más lenta y el alcohol corría como si no existiera el mañana, me permití una de mis pocas reflexiones sinceras. Observé el lugar: luces, risas, copas, piel, cámaras y pensé que mi vida era exactamente como debía ser: perfecta y bajo control.

Si hubiese sabido lo que venía después, habría memorizado cada detalle con más devoción. Habría grabado cada rostro, cada color, cada luz…Porque la vida tiene un sentido del humor retorcido, y cuando te quita algo, no siempre te da tiempo de despedirte.

Pero en esa noche, yo aún no sabía nada de pérdidas, solo sabía de exceso.

Levanté mi copa y sonreí como un rey que se sabe invencible.

—Brindemos por mí —dije— y por todo lo que siempre estará a mi alcance.

Qué ironía…
Jamás imaginé que ese sería uno de mis últimos brindis donde aún podía ver el mundo, porque, aunque en ese momento yo era el hombre más visto, admirado y deseado de la habitación…en realidad, era el más ciego de todos.

La mañana siguiente amaneció como cualquier otra en mi vida, persianas automáticas abriéndose, café importado servido exactamente como me gustaba y el reflejo impecable de mi rostro en el espejo del penthouse del Falconi Tower.

La rusa —Natalia, confirmé al fin su nombre— aún dormía en mi cama, enredada en las sábanas como si quisiera tatuar en su piel que había estado ahí. Las mujeres como ella no buscaban amor… buscaban pertenecer a una versión de mí que solo existía en su cabeza.

Me acerqué al vestidor mientras revisaba mensajes en mi móvil: invitaciones, propuestas de negocios, fotos que provocaban… nada que no hubiera visto ya.

Abrí uno de los cajones donde guardaba regalos “comodín”: joyas, bolsos de diseñador, perfumes para uso temporal, no era generosidad, era conveniencia, mantener a alguien satisfecho era más fácil que lidiar con reclamos sentimentales.

Tomé una pequeña caja negra, en su interior, un collar Cartier con un diamante en forma de lágrima. Elegante, llamativo, exactamente el tipo de detalle que una mujer como Natalia usaría más como trofeo que como accesorio.

La escuché moverse detrás de mí, desperezándose con un gemido ensayado.

—Buenos días, Aleshka —pronunció con acento dulce, acercándose por detrás para abrazarme, aunque yo seguía observando mi reflejo— dormiste bien, ¿sí?

—Siempre duermo bien —respondí, sonriendo sin mirarla.

Le entregué la caja, no por afecto sino para cerrar el capítulo de la noche anterior con un broche de oro.

Sus ojos azules brillaron al abrirla.

—¡Dios mío! Alessandro… es precioso.

No necesitó preguntarme por qué se lo daba. En mi mundo, los “por qué” no existían.
Los regalos tenían una función: asegurar silencio, fidelidad momentánea y buena publicidad social.

—Póntelo —dije, tomando el collar y colocándolo alrededor de su cuello—. Te verás perfecta esta noche en el evento del Yacht Club.

Ella se miró en el espejo como si acabara de ascender de categoría en la vida.

—¿Vendrás conmigo? —preguntó con una sonrisa cargada de esperanza.

Acaricié su mandíbula con suavidad, con ese gesto que tantas ilusiones había creado a lo largo de los años.

—No hago compromisos, Natalia, tú lo sabes —susurré—. Ve, disfruta, presume.

Ella asintió, y aunque fingió que no le afectaba, pude notar la sombra de decepción en su mirada.




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