Amor Ciego

Capítulo 2. Aurora Greco.

Hola… yo soy Aurora.
Sí, como la princesa… pero créeme, mi vida está más cerca de una comedia romántica barata que de un cuento de hadas.

Tengo 22 años, estudio Enfermería en las mañanas y trabajo en las tardes y noches en un pequeño restaurante familiar en San Siro, uno de esos barrios de Milán donde la vida es dura, las calles hablan solas y la gente sobrevive con mucho más corazón que dinero. El restaurante es pequeñito, con olor permanente a pasta, salsa de tomate y fritura… pero es mi hogar adoptivo. Allí sirvo mesas, lavo platos, preparo café y regalo sonrisas como si fueran propinas, no gano mucho, pero me sirve para sustentar algunas cosas en casa.

Dicen que soy demasiado dulce y optimista, que todo lo veo bonito aunque esté cayendo el cielo, yo digo que alguien tiene que llevar luz donde la vida insiste en tirar sombras, ¿no? Si veo a alguien triste, le doy doble ración de pan y triple de cariño. Y si me sobra una moneda, siempre termino donándola. Algunos dicen que soy “boba” por ser tan caritativa, pero si ayudar es ser boba… pues soy orgullosamente la reina de las bobas.

Ahora… respira, Aurora… tú puedes decirlo sin drama…

A mis 22 años… jamás he sido besada.
Ni una vez, ni un beso robado de colegio, ni un besito en un juego, ni uno accidental al chocar con alguien. Nada. Mis labios siguen más nuevos que un cuaderno en el primer día de clases.

¿Y novios?
Por favor, no me hagas reír.
Nunca, ni uno, ni medio, ni un “te invito un gelato”, mi look de nerd tiene un efecto maravilloso: actúa como insecticida de chicos. Los espanta al instante.

Mi piel está llena de pecas, como si Dios hubiera estornudado cacao sobre mí, tengo la piel extremandamente pálida y para completar el combo, mi cabello es rojo, rebelde y alborotado, literalmente se despierta antes que yo y decide qué forma quiere tener ese día. Las horquillas se rinden. Las ligas se suicidan. Yo ya acepté que él tiene vida propia.

No soy de esas chicas que hacen que los chicos giren la cabeza cuando pasan… excepto cuando el viento me despeina (más) y parezco un incendio en movimiento.

Pero ¿sabes qué? Está bien.
Tal vez aún no me han besado, pero he besado la vida con esperanza y aunque no he tenido novio, he amado a mucha gente con bondad, puede que no tenga belleza de revista, pero tengo un corazón gigantesco… y en mi mundo, eso también cuenta.

Yo sé que un día, alguien mirará mis pecas, mi pelo rebelde, mi torpeza y dirá:

“Esa es ella.”

Y cuando llegue ese momento, espero estar lista… o al menos, no tropezar con mis propios pies (lo cual es altamente improbable).

Pero por ahora… soy Aurora Greco.
La mesera dulce, graciosa, soñadora, que quiere ser enfermera y cree firmemente que el amor, como los milagros… aparece cuando menos lo esperas.

El reloj marcaba las 2:15 de la tarde cuando cerré el último libro de anatomía, tenía exactamente quince minutos para transformarme de estudiante agotada a mesera con sonrisa radiante, la magia no era fácil, pero la práctica hace a la experta. Ese día no tenía prácticas en el hospital, estaba en mi casa repasando mi próximo examen de anatomía.

Nuestra casa era pequeñita, dos habitaciones diminutas y un pasillo tan estrecho que si abrías los brazos, podías tocar ambas paredes. Pero tenía algo que muchos mansiones no tienen: calor humano.

—¿Aurorita, ya vas a salir? —escuché la voz dulce y algo cansada de mi mamá desde la cocina.

Mi mamá, Clara, tenía 47 años, manos desgastadas y ojos llenos de amor. Trabajaba limpiando casas por horas y aun así siempre encontraba un motivo para sonreírnos, cuando asomé la cabeza, la encontré terminando de preparar una merienda sencilla para mi hermanita.

—Sí, mamá, me voy al restaurante —respondí mientras me ponía mi chaqueta desgastada color crema, esa que ya estaba más viejita que yo.

En la pequeña mesa estaba sentada Amelia, mi hermanita de seis años, con sus colitas despeinadas y un vestido rosa lleno de mariposas. Tenía la boca manchada de chocolate como si hubiese besado un brownie. Cuando me vio, sonrió, mostrando ese huequito adorable dejado por su diente recién caído.

—¿Traerás pan de ajo? —me preguntó con los ojos brillando como luciérnagas.

—Solo si te comes la fruta que mamá te puso ahí —respondí señalando tres rodajas de manzana que miraban desde el plato como si pidieran rescate.

Ella suspiró dramáticamente, como actriz de telenovela, y dio un mordisco miniatura a la manzana, como si fuera veneno, mamá se rió bajito.

—Eres peor que yo de niña —murmuró mamá, dándome un beso en la frente mientras me acomodaba una ebra rebelde detrás de la oreja—gracias por ayudar tanto, hija.

—No digas eso, mamá… tú haces el doble —le respondí agarrando su mano. Ella tenía esa forma de mirarme que me derretía el alma.

Amelia bajó de la silla y corrió hacia mí, abrazando mis piernas con todas sus fuerzas.

—Te amo hasta el sol y más.

—¿Hasta el sol? Eso no es mucho. —Me agaché a su altura y le hice cosquillas—. Yo te amo hasta las estrellas, los planetas, los agujeros negros y… los helados de fresa.

Ella rió con esa alegría pura que solo tienen los niños y que podría curar cualquier tristeza.

Le di un beso en la nariz, tomé mi bolso y, antes de salir, dejé el dinero justo que había ahorrado en la repisa de la cocina sin que mamá me viera, a veces decía que no hacía falta, pero yo sabía que sí y aunque era poco, sumaba.

—Regreso a eso de las once —avisé desde la puerta.

—Que te vaya bien, mi amor —dijo mamá—. Y por favor, cuida esos rizos, está haciendo viento.

—¡Auroraaaa! —gritó Amelia desde atrás—. Si ves una estrella fugaz… ¡pide un deseo por mí!

Me reí.

—Solo si tú te comes esa manzana como si fuera magia —le guiñé el ojo antes de salir.

Al cerrar la puerta, respiré hondo el aire de San Siro, estaba lejos de ser perfecto: edificios viejos, calles llenas de vida y ruido, tiendas con carteles medio borrados… pero para mí, había belleza en la sencillez.




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