La mañana había empezado como casi todas en mi vida: con una agenda llena y cero margen para imprevistos.
Tenía una reunión con el consejo médico del Hospital Privado Vitalia, el primero que fundé a los 25 años. Hoy después de 7 años haría la entrega anual del donativo destinado a becas de enfermería y programas para familias de bajos recursos, un gesto noble, según todos… para mí, simplemente era responsabilidad social bien administrada.
Caminaba por el pasillo principal acompañado de mi asistente, revisando cifras en la tablet.
—Alessandro, después de esto tienes una videollamada con Tokio, luego almuerzo con inversores de Nueva York y— enumeraba Matteo.
—Está bien —interrumpí sin levantar la vista—. Solo asegúrate de que el donativo se distribuya donde realmente importa, no quiero que el dinero duerma en un escritorio.
Al girar hacia el ala de enfermería, casi choqué con alguien, una chica joven, pequeña, pelirroja, con uniforme sencillo y cabello indomable que parecía luchar por escapar de la coleta. Llevaba una caja en los brazos, claramente más pesada de lo que podía soportar.
—Lo… lo siento —dijo ella apresurada, con una sonrisa nerviosa y mejillas rojas—. No lo vi venir, bueno, yo sí lo vi, pero tarde… es que mis pies no siempre obedecen a mi cerebro.
Solté un suspiro, no tenía tiempo para torpezas.
—Está bien, solo ten más cuidado —respondí con tono cortante.
—Matteo —le dije— Continuemos.
La joven intentó acomodar la caja y casi se le cayó. Instintivamente la sostuve con una mano para evitar que el contenido terminara en el suelo, era ligera, vendas, guantes… material básico.
—Gracias —dijo ella bajito, sonriéndome como si yo hubiera salvado el planeta.
No respondí...no era necesario.
Ella se apartó a un lado del pasillo para dejarnos pasar, pero justo cuando iba a hacerlo, agregó con un tono ridículamente optimista:
—Que tenga un día bonito, ¿sí?
No supe qué responder a eso, nadie me deseaba días “bonitos”. Productivos, exitosos, rentables… sí. Bonitos… no.
Asentí apenas y seguí caminando.
—¿Quién era? —preguntó Matteo.
—No lo sé, alguna estudiante o practicante —respondí sin darle importancia.
Y así, la mañana continuó, reuniones, discursos, números, cámaras captando el momento simbólico del cheque entregado. Aplausos, agradecimientos, formalidades.
La chica del pasillo, con su sonrisa absurda y torpe energía…salió de mi cabeza tan rápido como había entrado.
Para mí, fue un cruce sin relevancia.
Uno más, pero la vida…la vida es experta en convertir “nadas” en destinos.
La noche llegó y con ella, esa parte de mi vida que nunca cambio: luces tenues, whisky caro y el eco cómodo de la exclusividad.
Mis amigos de siempre —Marco, Luca y Enzo— me esperaban en nuestro bar habitual, Il Privé Milano, un lugar donde no entrabas sin apellido o una tarjeta de invitación.
—Salute, hermano —dijo Marco alzando su vaso cuando me uní a la mesa.
—Pensé que te habías casado con tu oficina —bromeó Enzo.
—Lo consideré —respondí con media sonrisa—. Pero no había beneficios suficientes en esa relación.
Rieron, todos sabíamos que yo vivía entre trabajo, negocios y… distracciones nocturnas. El compromiso nunca había estado en mi lista de prioridades, ni cerca.
Sumamos un par de rondas, hablamos de inversiones, viajes, la fiesta de la semana pasada en Capri, de la que todos recordábamos solo fragmentos y del nuevo club que planeaban abrir en Dubai. Un ambiente cómodo, superficial… justo como me gustaba.
Fue entonces cuando ella apareció.
Cabello negro como tinta, vestido ajustado que gritaba sé lo que tengo, y una seguridad demasiado ensayada, caminó hacia mí con la determinación de quien ya decidió que va a ganar.
—Buena noche —dijo con voz suave, apoyando su mano en mi hombro como si ya me conociera—. Eres Alessandro Falconi, ¿verdad?
Sonreí con esa arrogancia que tanto detestan… y que, por razones que nunca entenderé, tanto atrae.
—Depende —respondí sin quitar los ojos de ella—. ¿Planeas demandarme, seducirme o pedirme un favor?
Ella soltó una risa baja, estudiada, claramente acostumbrada a este tipo de juego.
—Solo quería darte compañía te veía un poco… solo.
—Créeme —bebí un sorbo de whisky sin apartar la mirada—, la soledad nunca ha sido un problema para mí, pero… puedo hacer excepciones.
Sentí la mirada de mis amigos, divertidos.
Ella se inclinó más cerca, con un perfume caro que reconocí: edición limitada, difícil de conseguir.
—¿Puedo sentarme?
—Puedes hacer lo que quieras —le dije, dejando espacio junto a mí—. Mientras no creas que voy a prometerte algo que no pienso cumplir.
—No vine por promesas —contestó mordiéndose el labio de forma demasiado calculada—. Vine por… diversión.
Toqué su mentón suavemente para levantarle la cara, examinándola como quien evalúa un vino antes de probarlo.
—Entonces estás sentada en el lugar correcto.
Luca murmuró algo como “qué sorpresa… el rey volvió al juego”, y Enzo solo negó con una sonrisa sabiendo perfectamente cómo terminaría la noche.
Porque sí, podía ser arrogante, frío, distante…
pero cuando se trataba de mujeres hermosas y dispuestas a jugar el mismo juego, yo nunca decía que no.
Nunca.
La noche era joven y yo también, está avanzó como tantas otras en mi vida: conversación ligera, miradas que decían más que las palabras, y una mujer hermosa tomada de mi brazo como si ya hubiera ganado algo.
No estaba ebrio apenas tres tragos, lo suficiente para soltar la tensión del día, no para nublar mis sentidos.
Siempre me jacté de tener control de mi vida, de mis decisiones, de la noche.
—¿Vamos a tu lugar? —preguntó ella, recorriendo mi brazo con sus dedos como si ya estuviera marcando territorio.
—Esa era la idea —respondí con esa seguridad que siempre llevo puesta.