Estar en el Hospital Privado Vitalia era como vivir en un sueño… un sueño caro, brillante y deslumbrante donde yo era la única pieza que no combinaba con la decoración.
Todos los días que entraba, decía mentalmente: “Aurora, actúa natural, no parezcas turista que se coló por la puerta de servicio.”
Este hospital existe gracias a Alessandro Falconi—sí, ese Alessandro Falconi— empresario, millonario, corazón filántropo y… dueño del tipo de rostro que hace a las mujeres suspirar y a los hombres querer ir al gimnasio.
Mi beca de estudios de enfermería, mis prácticas… todo era posible gracias a sus donaciones.
Para mí, él era una especie de héroe moderno, no con capa, pero con traje y billetera… que a veces es más útil, la verdad.
Esa mañana, yo estaba cargando una caja llena de insumos médicos que pesaba más que mis ganas de madrugar y eso que madrugar me parece un castigo medieval.
Mis cabellos pelirrojos estaban haciendo huelga contra el moño, mis pecas estaban teniendo festival sobre mi cara y ya me había tropezado dos veces con el mismo piso, que claramente me tiene rencor.
—Vamos, Aurorita, tú puedes —me dije, como coach motivacional de mí misma—. Si cargaste una niña de cinco años con pataleta durante media hora, puedes con esta caja. ¿O no?
La respuesta fue: no del todo y justo cuando iba a caer directo al suelo, apareció él...el mismísimo Alessandro Falconi.
Al principio pensé que era una alucinación por falta de azúcar… pero no: era real. Alto, imponente, elegante hasta para respirar, caminando como si el hospital fuera una pasarela y él lo hubiera inventado.
Casi lo atropello con la caja.
—Lo… lo siento —dije sonriendo como si mis pecas fueran a distraer del desastre.
Él solo me miró un segundo —bueno, “mirar” es demasiado generoso, fue más como “confirmar que era un obstáculo humano”— y respondió con un “Ten más cuidado” que venía congelado de fábrica.
Mi cerebro consiguió añadir:
—Que tenga un día bonito, ¿sí?
No sé por qué dije eso, de todas las frases posibles, escogí la que suena como tarjeta de cumpleaños de abuelita.
Él ni sonrió, ni un mínimo movimiento facial, si hubiera sido un dibujo, habría tenido la misma expresión y se fue. Así.. Como si yo fuera aire… pero no el aire lindo, no; el aire de esos buses en verano.
Me apoyé en la pared con la caja, tratando de recuperar dignidad (si es que me quedaba algo).
—Aurora, eres una profesional, repite conmigo: PR-O-FE-SI-O-NAL —me dije—. No una fangirl de TikTok.
Me reí bajito, porque la escena había sido ridícula y aun así…no pude evitar pensar: Guapo, sí, frío como congelador industrial… también, pero nadie hace tanta labor social si no tiene un buen corazón escondido por ahí, ¿no?
Claro, ese “corazón” probablemente está guardado con contraseña, alarma y seguridad de banco suizo…pero me gusta creer que existe.
Lo que jamás imaginé es que ese hombre al que admiraba desde lejos, con quien acababa de chocar como una torpe ardilla con uniforme…volvería a cruzarse en mi vida.
Y esta vez, no sería un simple “permiso, señor”.
Esta vez, yo sería sus ojos....
------------------
—No te preocupes, campeón, este súper vendaje tiene poderes mágicos —le dije al niño de seis años que lloraba como si le hubieran amputado la pierna, cuando solo tenía un raspón en la rodilla por jugar fútbol en el pasillo de su casa.
Hice lo que siempre hago con los niños:
curita + chiste + sticker de dinosaurio = casi medicina NASA.
—¿Magia? ¿De verdad? —preguntó él, ojos redondos y mocoso nivel 3.
—Comprobado científicamente por mí misma —susurré, mirando a los lados como si fuera secreto de estado—. Pero shhh… si lo cuentas, pierde el efecto.
Funcionó. Sonrió, secó lágrimas y hasta me regaló un “gracias, enfermera pelirroja”.
Mientras el niño se iba saltando como si nunca hubiera llorado, escuché detrás de mí:
—Eres la única enfermera que cura con chistes, curitas y magia reciclada. ¿Me puedes aplicar una dosis triple?
Sonreí, esa voz la reconocería incluso con tapabocas, casco y antifaz: Fiorella, mi mejor amiga, estudiante de medicina, futura pediatra y especialista en dramatizar como si viviera en una telenovela turca, nos conocimos en la universidad y ahora hacemos nuestras practicas juntas en el hospital.
—Fiorella, pensé que estabas en prácticas en urgencias —dije dándole un abrazo.
Ella, alta, rubia, con ojos expresivos y pelo liso perfecto —yo digo que su cabello tiene pacto con el diablo— me miró con media sonrisa traviesa.
—Me escapé diez minutos, necesitaba ver tu cara de “soy pobre pero optimista”, me sube el ánimo —bromeó.
—Es mi marca personal —contesté sacando pecho—. Como Chanel, pero versión barrio humilde.
Fiorella rodó los ojos y me dio un codazo.
—A propósito, te vi hace rato casi chocando con él.
Mi respiración hizo pausa dramática número 1.
—¿Con quién? —pregunté, fingiendo inocencia nivel actriz de colegio.
—Aurora, por favor, no te hagas la santa con Alessandro Falconi.
El dueño del hospital, el dios griego con cuenta bancaria y ego del tamaño de Europa.
—Oh… eso —dije, sintiendo mis pecas querer esconderse—. Sí, tuvimos un pequeño encontronazo, literalmente, casi lo atropello con una caja.
—¿Y te habló? ¿Te miró? ¿Te sonrió? ¿Te propuso matrimonio? ¡Dame detalles! —pedía como perrito con croquetas.
—Me… dijo “ten más cuidado”. —Hice una imitación exagerada en tono frío—. Nivel iceberg.
Fiorella se tapó la boca, muriéndose de risa.
—Aurora, amiga del alma, escucha: Alessandro no sonríe, él aprueba o desaprueba, es su idioma oficial y no te ilusiones, es guapo, sí… pero también es un playboy certificado.
—No creo que alguien que dona para becas y construye hospitales sea tan superficial —respondí, defendiendo a mi héroe idealizado.
Fiorella levantó una ceja, modo “te voy a desilusionar por tu bien”.