Amor Ciego

Capítulo 7. En casa.

El silencio del hospital tiene un sonido propio. Es un murmullo frío que se cuela entre los latidos del corazón y el zumbido de las máquinas. Lo escucho todo. Ya no hay colores, ni formas, ni rostros; solo ese constante eco metálico que me recuerda que sigo vivo… aunque cada día lo sienta menos.

Marco se fue hace un rato, fingió estar tranquilo, pero lo sentí. Su voz temblaba, se esforzó por sonar fuerte, como siempre, pero detrás de sus palabras se escondía la misma impotencia que me carcome a mí. Apenas cerró la puerta, el silencio volvió a tragarse el aire.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que escuche pasos suaves. Son distintos. Más delicados. Luego, el perfume de mi madre me golpea la memoria: gardenias. Mi abuela viene con ella; la reconozco por el leve arrastre de su bastón y el suspiro cansado que siempre suelta antes de hablar.

—Mi amor… —susurra mamá, con esa voz entrecortada que intenta sonar fuerte.

Yo no respondo, solo aprieto las sábanas con los dedos.

—¿Dormías? —pregunta mi abuela, acercándose con cautela.

Y ahí, sin aviso, algo dentro de mí se rompe.
Llevo tres meses resistiendo, tres meses oyendo diagnósticos, promesas vacías, frases como “hay esperanza” o “debemos esperar la evolución”. Tres meses respirando el mismo aire a desinfectante, escuchando a enfermeras que abren cortinas para que entre una luz que yo no puedo ver.

Mi respiración se corta, las lágrimas me arden en los ojos, y por primera vez desde el accidente, lloro.
No un llanto débil, sino uno desgarrado, contenido demasiado tiempo.

—Sáquenme de aquí… —mi voz suena rota, apenas un hilo.

—¿Qué dices, hijo? —pregunta mamá, acercándose, confundida.

—No quiero seguir aquí, mamá. —Las palabras salen entre sollozos—. Por favor… llévame a casa, no soporto este lugar, ni los sonidos, ni los recuerdos. No quiero seguir oliendo este hospital, escuchando pasos, sin saber quién entra o sale… me está matando.

Mi madre intenta calmarme, pero la rabia me gana.

—Podemos hacerlo, tenemos el dinero, los contactos. Contrata médicos, enfermeras, lo que sea, ¡pero sáquenme de aquí! —golpeo la cama con el puño débil—. No quiero seguir en esta oscuridad entre paredes que me recuerdan todo lo que perdí.

Ella no responde, solo la escucho llorar, mi abuela, en silencio, se sienta a mi lado y toma mi mano.

—Déjalo ir, hija —dice con voz grave y temblorosa—. Si él no quiere seguir aquí, debemos escucharle.

Mi madre solloza, y entre lágrimas, dice que si.

—Está bien, mi amor —susurra, acariciando mi rostro con ternura—. Te llevaré a casa, haré que preparen la habitación del ala sur. Tendrás a los mejores médicos, enfermeras… todo lo que necesites.

Y por un momento, entre tanto dolor, siento algo parecido a alivio, no porque crea que la oscuridad se irá al cambiar de lugar, sino porque al menos podré estar en mi espacio.

Mi madre sigue llorando, pero su llanto tiene una promesa dentro, yo solo me dejo caer hacia atrás, agotado, con las lágrimas aún tibias. Y aunque sigo sin ver nada, puedo imaginarlo: el camino de regreso a casa.

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Han pasado cinco días desde que le rogué a mi madre que me sacara de aquel hospital.
Cinco días en los que ella y mi abuela se movieron como si el tiempo no existiera, convirtiendo la vieja mansión Falconi en algo que se asemeja más a una clínica privada que a una casa.

Escuché a los médicos entrar y salir de mi habitación, dando indicaciones que apenas entendía, se hablaba de monitores cardíacos, camillas especiales, ventilación, fisioterapia, control neurológico.
Cada palabra era una aguja que me recordaba lo frágil que me había vuelto.

Mi madre supervisó todo personalmente, no la veía, pero la sentía. Caminaba de un lado a otro, daba órdenes, coordinaba a enfermeros, hablaba por teléfono en voz baja. En algún momento la oí romper en llanto en el pasillo, y mi abuela abrazarla. Fingí no escucharlo.

No quería ser motivo de más lágrimas, pero también sabía que ya no podía seguir encerrado en aquel hospital que olía a muerte y olvido.

Cinco días.
Eso tardó el mundo en transformarse fuera de mi alcance y al sexto, el doctor Moretti entró en mi habitación, acompañado por un par de enfermeros.

—Está todo listo, Alessandro —dijo con tono medido—. El equipo en casa ha sido aprobado. Su madre no ha escatimado en nada, tendrás todos los cuidados que necesitas.

Asentí en silencio, no podía ver su rostro, pero pude sentir su escepticismo. Sabía que no estaba de acuerdo, que pensaba que era demasiado pronto, pero ya no me importaba.

Poco después escuché el sonido que cambiaría todo: el chirrido de las ruedas de una camilla y, más tarde, la puerta de la ambulancia abriéndose.

El aire frío de la mañana se coló entre las mantas cuando me sacaron, el viento de Milán tenía ese aroma metálico y húmedo que precede a la lluvia. Por un instante, creí que el alma se me quedaría en el hospital, pegada a las paredes que tanto odiaba.

Dentro de la ambulancia, el sonido de las sirenas lejanas se confundía con el zumbido constante del motor.
Una enfermera a mi lado revisaba mis signos. Otro médico hablaba por radio, notificando el traslado, todo se sentía irreal. Yo, Alessandro Falconi, reducido a un cuerpo magullado y destrozado siendo trasladado como si fuese un paciente más, una historia clínica sin rostro.

Pero cuando el vehículo comenzó a moverse, algo cambió dentro de mí, el camino que conocía desde niño se dibujaba en mi mente con cada vibración. Podía imaginar los cipreses, las avenidas bordeadas de ladrillo, las fachadas antiguas de Milán, hasta el sonido distante de las campanas de San Babila marcando las diez.

Y entonces, supe que estábamos cerca.
El cambio en el pavimento, el eco del motor entre los muros de piedra, el silencio repentino del campo que rodea la propiedad.
Mi casa, la mansión Falconi.




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