Desde que Alessandro despertó, no volví a tenerlo bajo mi cuidado.
Los médicos decidieron asignarle personal más especializado, y yo, aunque asentí con una sonrisa profesional, por dentro sentí una punzada rara… como si me hubieran arrebatado algo que no entendía del todo.
Pero bueno, los turnos seguían, la vida en el hospital no se detiene, y yo tenía que seguir atendiendo pacientes que sí me hablaban y que sí me miraban. Aun así, siempre encontraba una excusa para pasar por el ala norte.
—Voy a dejar un informe, doctora —decía.
Mentira.
Iba a mirar por aquella ventanita diminuta en la puerta del señor Falconi.
Ahí estaba él, igual que siempre: inmóvil, serio, con ese aire de estatua elegante que se le daba tan bien.
Nunca decía nada, pero tenía esa presencia que llenaba el cuarto… incluso sin verlo, él se sentía.
En mis ratos libres, me encantaba quedarme conversando con la señora Giovanna, su abuela.
Qué mujer más encantadora, con esa voz de terciopelo y esas historias que hacían parecer que su nieto era poco menos que un príncipe exiliado. Me contaba cómo de niño era testarudo, cómo aprendió a tocar el piano solo para llevarle la contraria a su padre, o cómo a los diecisiete ya manejaba autos de carreras “porque decía que el cielo se veía mejor a doscientos kilómetros por hora”.
Y yo… bueno, escuchaba, sonreía, y de vez en cuando me sorprendía suspirando.
Suspirando, Aurora. ¡Por un hombre como él!
Un hombre que ni en mis mas locos sueños estaría a mi alcance.
Absurdo. Ridículo.
Lo peor era que, en vez de curárseme, el asunto empeoraba cada vez que Giovanna hablaba de él.
Era como si cada anécdota suya me tejiera una versión invisible del Alessandro que ya no existía: el que sonreía, el que tenía carácter, el que discutía y luego pedía perdón a su manera.
A veces me quedaba mirando la puerta de su habitación más de la cuenta, fingiendo que esperaba a alguien.
Una vez, una enfermera nueva me vio y me dijo:
—¿Esperas a tu novio?
Y yo, roja como un tomate, solo atiné a decir:
—No, no, estoy… supervisando el marco de la puerta.
Sí. Supervisando. El marco de la puerta.
Fiorella me contaba que él se había vuelto insoportable. Amargado, prepotente, un ser gris.
Y yo, por supuesto, lo justificaba.
—Pobrecito, perdió la vista, es normal… —decía. Pero en el fondo, no sé si lo decía por empatía o porque me negaba a imaginarlo como un ogro.
De noche, cuando estaba en mi cama, a veces me sorprendía pensando en él.
¿Seguiría recordando cómo era el color del cielo? ¿Soñaría con luz, o con sombras?
Y, sobre todo, ¿alguna vez volvería a sonreír?
Sí, lo sé.
Estaba empezando a perder la cabeza por un hombre que ni siquiera sabía que yo existía.
Pero qué le iba a hacer… algunos corazones no entienden de lógica, ni de protocolos médicos.
Hay días normales en el hospital: pacientes, carreras, café recalentado, el doctor Moretti gritándole al residente…
Y luego está ese día.
El día en que Fiorella entró con cara de novela mexicana y me soltó:
—Aurora, Alessandro se lo llevaron ayer.
Yo, inocente, pensé que hablaba de un examen o de una tomografía.
—¿A dónde? —pregunté.
Y ella, muy tranquila, masticando chicle como si me estuviera diciendo el pronóstico del clima, respondió:
—A su casa, lo trasladaron a la mansión familiar. Alta médica voluntaria. Fin del cuento.
Mi cerebro se congeló como gelatina en invierno.
¿Casa? ¿Alta? ¿Mansión? ¿Fin del cuento?
No, no, no. Eso no estaba en el guion.
Apenas si me había acostumbrado a pasar por su puerta todos los días, mirar por esa ventanita miserable y suspirar como una tonta…
¿Y ahora se lo llevan así, sin despedirse, sin una nota, sin un “gracias por mirarme desde lejos”?
Intenté actuar profesional, claro.
—Ah, qué bien, me alegra —dije con mi mejor sonrisa de enfermera ejemplar.
Pero el bolígrafo me temblaba tanto que terminé firmando un formulario encima del café.
Más tarde fui, por puro masoquismo, a su habitación.
Vacía.
Ni rastro de él, ni del olor a medicamentos, ni de su silencio… solo las paredes, la cama tendida y mi dignidad tirada por ahí.
Giovanna pasó un rato después. Tan elegante, tan dulce.
Me abrazó y me dijo:
—Gracias, mi niña, por alegrarme un poco las mañanas.
Y yo, con la voz temblándome, contesté:
—Fue un honor, señora. Espero de todo corazón que su nieto se mejore.
Ella rió y dijo:
—Lo hará, lo sé.
Cuando se fue, me quedé mirando la puerta cerrada y me dio por pensar:
“Bueno, Aurora, se acabó, vuelve a enamorarte de alguien normal. Alguien que no esté ciego, amargado ni millonario. Preferiblemente con sentido del humor y que no necesite enfermeras 24 horas.”
Cinco minutos después estaba suspirando otra vez.
Soy un caso perdido.
Esa noche, en casa, encendí una vela —no sé por qué—, quizá por dramatismo, quizá por costumbre y mientras la llama bailaba, dije en voz alta:
—Espero que, donde estés, tu corazón y ojos sanen.
Me reí sola y luego pensé: “Esto ya roza la locura… debería cobrarle terapia al destino.”
Pero bueno… algunos hombres dejan huella sin tocarte y Alessandro Falconi, sin saberlo, ya me había dejado una cicatriz en forma de sonrisa.