Amor Ciego

Capítulo 9. Narrado por la abuela Giovanna.

Ha pasado un año… un año entero desde el accidente de mi Alessandro y todavía me cuesta creer que ese muchacho, tan lleno de vida, tan aventurero y brillante, termine cada día encerrado en su estudio como si fuese una celda.

A veces me quedo en la entrada, escuchando. No lo hago por invasión, sino por miedo, miedo a que un día el silencio sea demasiado profundo… o que un ruido brusco signifique lo peor.

Desde el accidente su cuerpo sanó; al menos eso dicen los médicos, las fracturas soldaron, las cicatrices se cerraron, y aunque aún camina apoyado en un bastón, puede moverse sin ayuda. Pero de sus ojos… ay, de sus ojos no puedo decir lo mismo. Permanecen apagados, sin respuesta, como si el mundo hubiera decidido no mirarlo más. Según el doctor Miretti es un misterio que ni él ni ningún especialista ha logrado descifrar.

Y Alessandro… mi niño… perdió las esperanzas.
Las perdió todas.

Lo noto cada vez que alza la voz contra el personal de servicio, o cuando grita a las enfermeras que vienen a bañarlo, revisarlo, insistirle en terapias que él ya no quiere hacer. Él, que antes era tan caballero, tan respetuoso, ahora ruge como un hombre herido. Y yo sé que no es contra ellas: es contra su destino.

Me rompe el alma escucharlo.
Porque no es rabia… es desesperación.

Hace un mes que se encierró día y noche en ese estudio. No deja que nadie entre, en ocasiones Marco es el único que logra verle. Yo misma he intentado hablarle, tocar la puerta, suplicarle que salga a tomar aire, que al menos escuche el canto de los pájaros en el jardín. Él responde con su tono cortante, áspero como piedra mojada.

—No necesito nada. Déjenme en paz.

Esa frase me atraviesa como un cuchillo cada vez.

Sé que está vivo, sí… pero no está viviendo. Camina, respira, come… pero es como si su espíritu hubiese quedado atrapado en aquel momento oscuro del accidente. Moretti dice que la recuperación visual aún es incierta, que hay que mantener la fe, pero Alessandro ya no tiene fe y lo que es peor… a veces creo que ya no tiene ganas.

No lo he visto sonreír en un año, ni una vez. Sus manos tiemblan cuando cree que nadie lo mira, y algunos días su silencio pesa como si el mundo estuviera a punto de acabarse dentro de él.

La verdad que nadie se atreve a decir en voz alta es que todos tememos lo mismo: que Alessandro, con esta sombra encima, pueda hacerse daño. Que un día decida que ya no tiene por qué seguir soportando una vida que siente vacía.

Y ese miedo me persigue incluso cuando duermo.

Soy su abuela. Su refugio. Su última cuerda.
Y estoy dispuesta a luchar con uñas y dientes para que no se pierda, para que recuerde que sigue siendo él, aunque no pueda ver, pero a veces… a veces también yo me siento pequeña frente a su dolor.

Ojalá pudiera cargarme su oscuridad por un día, para que él respirara un poco de luz.

Ojalá pudiera convencerlo de que sigue habiendo un mañana para él.

Ojalá… Alessandro entendiera que no ha perdido la vida, solo el rumbo y que mientras yo esté viva, no pienso dejarlo caer.

Entré en la sala en el momento en que Lucia apareció en el umbral con el ceño marcado por la preocupación. Sus ojos parecían más cansados de lo habitual. Algo había vuelto a pasar, lo noté al instante.

—Giovanna—dijo Lucia con voz temblorosa—, la última enfermera… volvió a renunciar.

Ese suspiro suyo, largo y rendido, me dolió en lo más profundo. No era la primera vez que oíamos eso, y cada renuncia echaba por tierra un poco más de esperanza.

Asentí con lentitud, tratando de tranquilizarla, aunque yo misma sentía el peso de la fatiga. Pero sabía que no nos quedaba mucho margen: sin un equipo estable, Alessandro se hundiría más aún en su melancolía.

—Lucia —susurré—, sé que es difícil, pero… hay alguien más que puede ayudarnos.

Saqué el teléfono y marqué rápidamente. Esperé con el corazón en un puño hasta que escuché la voz de Aurora al otro lado de la línea.

—Aurora —dije al fin—, necesito hablar contigo. Podemos vernos hoy al mediodía, en ese café frente al hospital.

Lucia me miró, incrédula, pero yo ya había tomado la decisión que sentía justa.

Cuando nos encontramos en el café, con el sol de mediodía colándose entre los árboles, tomé aire y le expliqué. Le conté sobre el estado de Alessandro: cómo el joven vivía encerrado, cómo las enfermeras renunciaban una tras otra, cómo necesitábamos alguien con paciencia, con ternura, con una alegría genuina para cuidarlo. Le ofrecí a Aurora un puesto.

Aurora se quedó en silencio un momento, los ojos bien abiertos.

—Pero… abuela Giovanna —me dijo con voz suave—, yo no he terminado la carrera, me falta un semestre.

La miré con toda la ternura que sentía por ella, segura de lo que proponía.

—Lo sé, querida —respondí—. Solo te falta ese semestre. Pero tus referencias en el hospital son excelentes: todos hablan muy bien de ti. Y a estas alturas, lo que más necesita Alessandro no es solo una enfermera. Necesita a alguien con paciencia, con alegría y con amor en el corazón.

Hizo una pausa, y luego bajó la mirada. Le dije lo que yo estaba dispuesta a hacer para que aceptara:

—Te ofrezco un salario de 5.000 euros al mes, a tiempo completo.

Aurora tragó saliva, sorprendida.

—¿5.000 al mes? —preguntó, como si repitiera las cifras para convencerse de que no era un error.

—Sí, —asentí—. Además, hablaré con el hospital para que este trabajo cuente como tus prácticas, y no tienes que preocuparte por la universidad.

Ella me miró, con los ojos brillantes y una mezcla de gratitud y decisión.

Finalmente, aceptó sin chistar.

Mi corazón se alivió tanto en ese instante que sentí como si se me quitara un peso tremendo. Le di las gracias, con voz entrecortada, y le prometí que haríamos todo lo posible para cuidar a mi nieto lo mejor que pudiéramos.

Mientras la observaba sonreír tímidamente, algo dentro de mí se encendió de nuevo: una chispa de esperanza. Quizá, con Aurora a su lado, Alessandro pueda encontrar un poco de luz en su oscuridad.




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