Amor Ciego

Capítulo 10. Empleo.

Un año.
Ha pasado un año desde que el señor Falconi tuvo su accidente… y sí, sigo recordándolo. A ver, no es que me pase el día suspirando por él como en una novela barata (aunque a veces me da por pensarlo, no voy a mentir), pero hay cosas que una simplemente no puede borrar de la memoria: como el primer día que lo vi de frente con ese aire de “yo controlo todo”, típico de los hombres que creen que pueden discutirle hasta al destino.

Mientras tanto, yo sigo con lo mío. Me falta solo un semestre para terminar la universidad, un semestre. ¡Nada! Estoy a nada de recibir el papelito caro que dice que puedo trabajar legalmente salvando gente sin que me regañen los doctores.

Pero no todo es color de rosa, en casa la situación está… digamos, interesante.
Hace un mes mi mamá se resbaló limpiando un baño y su espalda decidió jubilarse sin previo aviso, desde entonces camina como si fuera la jefa de una mafia italiana que ha visto demasiado en la vida. Y yo, bueno, hago lo posible para mantener todo en pie.

El trabajo en el restaurante ayuda, pero no es que pague fortunas y luego está Amelia, que de no comer ahora come como si entrenara para ganar un concurso. No sé cómo lo hace. Creo que el 70% de nuestro presupuesto es comida y el otro 30%… también.

Lo bueno —algo tenía que ser bueno, ¿no?— es que la universidad marcha de maravilla, mis profesores me quieren, el hospital me adora, y si todo sigue así, hasta podrían ofrecerme un puesto cuando me gradúe, esa esa opción o trabajar con Fiorella. Yo ya me imagino feliz, con mi bata blanca, pagando facturas sin llorar, contribuyendo a la nevera infinita de Amelia…

Y entonces apareció la señora Giovanna.
Como caída del cielo o más bien, enviada directamente por Dios con sello, firma y estampita incluida.

Me ofreció un trabajo para cuidar al señor Falconi. Pero no cualquier trabajo… ¡un sueldo de 5.000 euros! Yo casi me desmayo. Si hubiera estado parada, me caigo como tabla, con ese dinero pago facturas, compro comida, ahorro, llevo a mi mamá a terapia… ¡hasta podría comprarle calcetines nuevos a Amelia! (Porque a esa niña cada semana misteriosamente se le pierde uno).

Obviamente acepté. ¿Quién no lo haría? Era la salida a muchas cosas, pero también…
También sentí algo más.

Porque lo que me contó la abuela me apretó el corazón. Alessandro… tan vivo, tan lleno de carácter, tan “yo me encargo”… ahora encerrado, apagado, sin ganas y aunque no lo conozco realmente, sentí una punzada de “quiero ayudarlo”. No sé por qué. Tal vez porque sé lo que es luchar con cosas que nadie ve. Tal vez porque todos necesitamos que alguien nos sostenga de vez en cuando.

O tal vez… porque hay personas que se cruzan en tu camino para cambiar algo en ti y yo tengo la ligera sospecha de que él será una de esas personas.

Mañana empiezo a trabajar con él.
Estoy nerviosa, emocionada, asustada, hambrienta (siempre), y con una sensación extraña en el pecho.

Pero tengo fe.
Fe en que puedo ayudarlo.
Y fe en que esta oportunidad es el inicio de algo bueno.

Antes de empezar mi nuevo trabajo, sabía que había algo que debía hacer sí o sí: ir al restaurante y hablar con Don Rocco. Agradecerle por todo, él me dio mi primer empleo, me enseñó a llevar tres platos a la vez sin tirarlos (bueno… casi siempre), y me trató como si fuera una más de su familia italiana. No podía irme sin despedirme y sin agradecer.

Cuando entré, lo encontré en la cocina, como siempre, con el delantal manchado de salsa y ese olor a albahaca que parecía impregnarle el alma.

—¡Aurorina! —exclamó en cuanto me vio, abriendo los brazos como si yo hubiera vuelto de la guerra—. ¿Qué haces aquí tan temprano, eh? No hay turno hoy.

—Don Rocco —respiré profundo—. Necesito hablar con usted.

Él me miró con esos ojos de abuelo regañón que todo lo sabe.

—¿Qué pasó? ¿Te aumentaron las horas en la universidad? ¿Peleaste con un cliente? ¿Amelia volvió a comerse el postre antes de pagar?

Tuve que reírme.
Con él, siempre era imposible no hacerlo.

—No, nada de eso… —tragué saliva—. Vine a avisarle que… que no podré seguir trabajando aquí.

El silencio que siguió fue tan espeso que hasta las ollas dejaron de hervir.
Don Rocco se quitó el delantal despacio, se apoyó en la mesa y me miró con la gravedad de quien está a punto de detener una boda para decir “¿segura?”.

—Aurora… —dijo, suavizando la voz—. ¿Estás cansada? ¿Alguien te dijo algo? ¿Te hice yo algo? Si quieres más días libres, los tienes. Si quieres menos turnos, también, pero no te me vayas así, ragazza.

Ay, Dios.
Yo ya estaba con el nudo en la garganta.

—No es eso, Don Rocco. —Sacudí la cabeza—. Usted sabe que amo este lugar. De verdad lo amo… pero entre la universidad, los gastos de la casa, el problema de la espalda de mamá… ya no puedo más y yo sé que usted no puede ofrecerme algo mejor, no sería justo pedirle eso.

Él bajó la mirada.
Y cuando volvió a levantarla, tenía los ojos brillosos.

—Te voy a extrañar, Aurorina. Mucho. —dijo, con ese acento italiano que siempre hacía que todo sonara más dramático—. De hecho… todos vamos a extrañarte, la cocina, los clientes, el gato que se mete por la ventana… todos.

Sentí que el corazón me daba un vuelco.

Me acerqué y lo abracé con fuerza, hundiendo la cara en su hombro lleno de olor a harina y tomate.

—Gracias por todo —susurré—. Si no fuera por este trabajo, no habría podido con tantas cosas y usted siempre me trató como si fuera suya.

Él me acarició la cabeza, como siempre hacía cuando estaba triste.

—Vas a llegar lejos, niña y cuando seas una gran enfermera, yo voy a presumir que te enseñé a equilibrar platos mientras estudiabas anatomía.

Solté una carcajada entre lágrimas.

Lo abracé una vez más y luego salí del restaurante antes de que me arrepintiera. Caminé rápido por la calle, sintiendo el aire fresco, y cuando llegué a casa entré casi corriendo.




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