Ese día me levanté antes de que sonara la alarma. Eran las 6:00 a.m. y ya estaba sentada en la cama, con el corazón latiéndome como si fuera a presentar un examen final. No todos los días una empieza un trabajo nuevo… y definitivamente no todos los días una se convierte en la enfermera personal de Alessandro Falconi.
Me preparé rápido: baño exprés, cabello amarrado o más bien intento de cabello amarrado, ropa recién planchada, y el labial rosita que me ponía cuando necesitaba sentir que todo iba a salir bien. Agarré mi mochila, besé a mamá en la frente y salí justo a tiempo para coger el bus de las 7:00.
Mientras avanzábamos por la ciudad, la mañana todavía despertándose con olor a pan caliente, saqué mi móvil y marqué el número de Fiorella.
Ella acabó la universidad hace dos meses, se convirtió oficialmente en pediatra, y su hermano Marco —multimillonario, exagerado y totalmente obsesionado con consentirla— le regaló un consultorio precioso en el sector más exclusivo de Milán. Cada vez que entro ahí siento que mis zapatos baratos van a pedir perdón.
Y aun así, ella prometió darme un empleo cuando me graduara.
Por si el hospital no me escogía.
Por si la vida se ponía difícil.
Porque así es Fiorella: un huracán con corazón de oro.
El teléfono sonó dos veces antes de que contestara:
—Buongiorno, señorita Aurora, ¿qué milagro? —dijo con esa voz cantarina suya que siempre me hace sonreír.
—Adivina qué —le respondí, arreglándome la coleta mientras el bus daba un salto que casi me traga la ventana.
—¿Te aceptaron para hacer prácticas en cirugía cardíaca? ¿Ganaste la lotería? ¿Te dejó de caer mal las nueces?
—No, Fiorella… escúchame bien —dije, mordiéndome el labio porque la emoción me estaba reventando por dentro—. Voy camino a la mansión Falconi. Soy la nueva enfermera de Alessandro.
Del otro lado hubo un silencio.
Un silencio tan largo que pensé que la llamada se había cortado.
—¿Fiorella? —pregunté—. ¿Sigues ahí?
Nada.
Ni un respiro.
Ni un “¿quéeeee?”.
Solo silencio absoluto, como si acabara de decirle que me habían contratado para ser astronauta.
—¿Qué? Aurora, ¿estás segura? ¿Vas a dejar la universidad?
—¡No! —me apuré a aclarar, mirando el portón gigante que parecía observarme—. La abuela de Alessandro ya habló con el director, esto contará como mis prácticas. Todo estará aprobado: la universidad, el hospital… y… —respiré hondo— me van a pagar cinco mil euros.
Fiorella soltó un silbido de esos que solo hace cuando algo la deja sin palabras.
—Es un buen salario.
—Lo sé —admití, sintiendo un calor en el pecho que era mezcla de alivio y miedo—. Eso soluciona muchos problemas en mi casa. Muchísimos.
—Si me dejaras ayudarte más no tendrías que—
—No, Fiorella. —la interrumpí con suavidad, pero segura—. Tú ya haces demasiado por mí. No quiero abusar, esto es mi responsabilidad.
Se quedó callada unos segundos, y supe que venía su sermón disfrazado.
—Aurora… sabes todo lo que ha pasado en esa casa. Alessandro se ha vuelto grosero, gritón, amargado, nadie dura trabajando ahí. ¡Nadie! Y tú eres demasiado dulce. Me preocupa que…
Sonreí, porque eso era lo típico de ella: preocuparse como si fuera mi hermana.
—Justo eso necesita él, Fio. Alguien dulce. Alguien que no le grite ni lo trate como si fuera un castigo del universo.
Ella bufó.
—Sí, pero que lo necesite no significa que tú tengas que cargarlo, Aurora. Ese hombre está insoportable, te lo dije: no es el mismo desde el accidente.
Yo iba a responderle cuando escuché el motor del portón abriéndose. Me quedé quieta como un venado alumbrado.
—¿Qué fue ese ruido? —preguntó ella.
—Llegué, están abriendo la entrada.
Fiorella guardó un silencio tenso y después habló bajito, como si me estuviera abrazando desde lejos.
—Aurora… suerte. Mucha suerte. Y si ese hombre te levanta la voz, ¡me llamas! Me importa un carajo que sea un Falconi.
Solté una risa temblorosa.
—Lo haré, lo prometo.
—Ve, después me cuentas todo con detalles. No te me guardes nada.
Colgué.
Guardé el teléfono, respiré profundo y di el primer paso hacia la propiedad, tenía las manos sudorosas y las rodillas flojitas, pero algo dentro de mí —quizá orgullo, quizá necesidad— me empujaba hacia adelante.
La mansión era más grande de lo que imaginé. Más imponente. Más… Falconi.
“Vamos, Aurora”, me dije en voz baja.
“Es solo un trabajo, temporal, bien pagado y tú puedes con esto.”
Aunque, si soy sincera, ni yo me creía eso del todo, pero aun así crucé la entrada.
Nunca pensé que mis piernas temblaran tanto al caminar. La mansión Falconi era incluso más grande de lo que imaginaba cuando la veía desde revistas. Ahora estaba frente a ella, enorme, elegante, tan silenciosa que imponía. Y yo… yo parecía una hormiguita lista para tocar la puerta de un castillo.
Apenas subí el último escalón que daba al jardín principal, la puerta se abrió.
Y allí estaban.
Giovanna, con su postura elegante y esos ojos que siempre detectan todo… pero que a mí me miraban con un cariño que pocas veces había sentido de alguien que no fuera de mi familia.
Lucia, dulce, calmada, con esa sonrisa tímida que siempre me daba paz cuando estaba en el cuarto de Alessandro en el hospital.
Al verlas, mis nervios bajaron… aunque no del todo.
—Aurorita, mi niña, ven acá —dijo Giovanna abriendo los brazos.
Me acerqué y ella me abrazó como si nos conociéramos desde siempre, como si no fuera la primera vez que entraba a su hogar. Ese abrazo me aflojó un poco el alma.
—Abuela Giovanna, buenos días —dije apenas me soltó.
—Buenos días, tesoro, qué alegría verte aquí—respondió ella acariciándome el brazo—.Pasa, mi amor, hoy es un día importante.
Lucia tomó mi mano con esa suavidad tan de ella.
—Nos alegra muchísimo que hayas aceptado, Aurora. Sabemos que no es fácil, ni para ti ni para él…