Un año.
Doce malditos meses… y sigo en esta oscuridad que no perdona ni un solo amanecer. Ya no sé si afuera llueve o si el sol está brillando; aquí dentro todo es igual: negro, denso, asfixiante. Me estoy cansando… no, ya estoy cansado. Agotado. Harto de depender de otros para caminar, comer, sentirme medio humano.
Hace un mes decidí encerrarme por completo. Fue lo único sensato que pude hacer. ¿Para qué quería gente rondando, respirando lástima alrededor? Preferí aislarme, oír sólo mis pasos, mi respiración, mi rabia. Desde entonces han pasado tres enfermeras… y las tres renunciaron, no las culpo, tampoco me interesa, vine al mundo solo y así puedo seguir. Nadie está obligado a aguantarme.
Me siento en el borde de la cama, masajeando mis sienes, a veces pienso que me estoy volviendo loco, otras, que ya lo estoy.
La oscuridad se siente como un ruido constante dentro de mi cabeza: irritante, inescapable.
De pronto, escucho los nudillos de la Nonna golpeando mi puerta.
—Alessandro. —Su voz atraviesa mis pensamientos—. La nueva enfermera ha llegado.
Cierro los puños. ¿Es que nadie entiende? ¿Tengo que tatuar en la frente que no quiero a nadie?
—No quiero enfermeras, Nonna, no quiero a nadie. —Le respondo, tajante, con esa crudeza que ahora es mi forma natural de hablar.
Ella no se inmuta, lo sé, esa mujer ha sobrevivido guerras, muertes y a la familia Falconi completa. Yo no soy rival para ella.
—Giovanna… estoy hablando en serio, que se vaya.
Y entonces escucho su voz elevarse, como si yo tuviera cinco años de nuevo.
—¡Si no abres esta puerta, voy a mandar a quitarla, Alessandro!
Es increíble cómo todavía me puede dominar. Suspiro hondo, resignado.
La maldita puerta… y la maldita oscuridad que me hace depender de la voz, del tacto, del aire.
Camino con cuidado y abro.
No hace falta ver para saber lo que piensa: puedo escucharla jadear suave, percibir ese silencio preocupado que siempre hace cuando me mira de arriba abajo.
—Mamma mia… Alessandro, pareces un náufrago, necesitas un peluquero con urgencia.
Río sin humor, un sonido seco.
—Solo necesito ver. —Le respondo, molesto.
Ella ignora mi mal carácter, como siempre, y se adelanta unos pasos.
—Te presento a Aurora.
Qué nombre tan luminoso para alguien que viene a meterse en mi noche.
No digo nada, ni siquiera vuelvo el rostro hacia donde supongo que está. Me niego, es mi pequeño acto de rebeldía, el único que puedo darme el lujo de tener.
No la saludo, no pregunto nada, no quiero saber cómo suena, ni cómo respira, ni cuántas ganas tiene de “ayudarme”.
Otra más que terminará huyendo.
Me cruzo de brazos, firme en mi decisión de ignorar a todo el que quiera romper esta sombra que ya se volvió parte de mí.
—Soy Aurora Greco. Mucho gusto, señor Falconi.
No respondo. Ni pienso responder.
Mi mandíbula se tensa, me molesta su tono… me molesta que no se moleste.
—¿Y bien? —pregunta ella, como si estuviéramos tomando café en lugar de enfrentarnos a mi miseria—. ¿Va a decirme algo?
—Sí. —gruño—. Puedes irte, no necesito enfermeras, no necesito a nadie.
Escucho cómo respira hondo, no es un suspiro dramático, no… es más peligroso: es un suspiro paciente.
Como si yo fuera un niño haciendo un berrinche.
—Puedo quedarme en silencio si eso prefiere. —dice ella—. Pero no me voy a ir.
Me hierve la sangre.
—No entiendes, no necesito que me cuiden, no necesito compañía, no necesito tu lástima.
—Perfecto. —responde con una calma que me saca de quicio—. Entonces no le daré lástima, pero igual me quedaré.
Me doy la vuelta, aunque no veo nada.
Quiero que al menos sepa que estoy molesto.
—Te vas a ir como las otras, en dos días máximo.
—Posiblemente. —admite ella sin perder su serenidad—. Pero no hoy.
Me aprieta los dientes.
—No puedes obligarme a aceptarte.
—No vine a ser aceptada, vine a trabajar.
Esa respuesta me descoloca por un segundo.
Detesto que tenga razón.
—Puedes discutir todo lo que quiera, señor Falconi. —añade ella, con un tono que parece envolverlo todo—. Patalear, gruñir, ignorarme… como un niño chiquito, no me afecta, igual aquí me voy a quedar.*
¿Niño chiquito?
¿De verdad tuvo el descaro?
Me giro bruscamente hacia donde está su voz.
—¿Niño? No tienes idea de con quién estás hablando.
—Con un hombre testarudo—responde ella, demasiado tranquila, demasiado certera—. Y que prefiere pelear antes que aceptar ayuda.
¿Quién diablos se cree?
—No durarás aquí. —escupo con frialdad—. Te lo aseguro.
Y ella…
La muy insolente…
Sonríe en la voz.
—Ya lo veremos, señor Falconi.
Ese “señor Falconi” me golpea directo al orgullo. Sereno, firme, sin temblarle la voz.
Me quedo callado, más enfurecido por su calma que por su presencia.
Ella no se mueve, no retrocede, no titubea.
Y por primera vez en mucho tiempo… no sé si quiero que se vaya.
No lo admitiré.
Jamás.
Pero hay algo en ella que no logro romper.
Y hace años que no conocía algo —o alguien— que no pudiera romper.
Escucho el golpeteo leve en la puerta y sé de inmediato quién es. Fabiola siempre toca dos veces, suave, como si entrara a un templo.
—Permiso, señor Alessandro. —dice al abrir—. Traigo el desayuno.
El aroma llega antes que todo: avena, frutas frescas, algo de miel… el castigo eterno que llaman “dieta saludable”.
Puedo escuchar cómo mueve platos, cómo extiende el mantel sobre la mesa pequeña que está en mi habitación.
—Señorita Aurora, ya está listo. —anuncia con esa dulzura maternal suya.
Apenas lo dice, escucho el sonido de la silla de Aurora moviéndose. Ella se sienta con una naturalidad que me irrita… porque actúa como si llevara meses aquí.
Yo, guiado por mi bastón, voy hacia la mesa. He memorizado cada centímetro de este sitio, así que no tardo en encontrar el asiento. Me siento despacio, como siempre, cuidando no patear nada.