Amor Ciego

Capítulo 13. Enfrentándolo.

Cuando la abuela Giovanna abrió la puerta y me hizo pasar, sentí que el aire en la habitación era distinto… pesado, denso, como si el ambiente llevara demasiado tiempo sin abrir una ventana.

Lo primero que noté fue la oscuridad, no una hecha de sombras naturales… no.
Una oscuridad elegida, impuesta, casi hostil.
Las cortinas cerradas, la luz apagada, los muebles cubiertos por un silencio triste.

Y él, Alessandro Falconi.

La última vez que lo vi en persona fue en el hospital… dormido, vulnerable, envuelto en aparatos.
Antes de eso, solo lo conocía en fotos: el heredero brillante, la sonrisa de portada, el hombre cuyo nombre las revistas repetían con fascinación.
Ese Alessandro no estaba aquí.

Este tenía los hombros caídos, el pelo demasiado largo, la barba crecida y esos ojos… Esos ojos que alguna vez fueron famosos por ser grises y penetrantes… ahora se veían vacíos. Perdidos.
Y aun así… bellos.
Una belleza triste, rota, pero intacta bajo todo ese dolor acumulado.

La habitación sin vida.
Él convertido en un ser amargado.
Pero yo… yo no me voy a dejar intimidar y menos por un hombre que lleva un año cargando un mundo de oscuridad encima.

Cuando lo vi tan vulnerable, tan inesperadamente humano…Tomé mi decisión.
Lo ayudaría.
Aunque él peleara, aunque gruñera, aunque quisiera esconderse del mundo entero.
Yo me quedaría.

Y, sorprendentemente, el primer encuentro salió mejor de lo que imaginé.
No me gritó, bueno no casi.
Solo… se enfadó. Y yo puedo lidiar con enfados, he tratado con niños peores.

Después del desayuno, mientras él permanecía sentado, rígido, con ese aire de “no me toca nadie”, decidí intentarlo.

—¿Le gustaría salir un momento? Al jardín, quizá. —propuse con suavidad.

—No. —respondió inmediato—. No voy a salir.

Respiré hondo, eso esperaba.

—Bien, entonces puedo leerle algo de su colección de libros.

—Tampoco.

Ahí ya casi rodé los ojos, pero mantuve la compostura.

—¿Me permite, entonces, curiosear un poco?

Hizo un gesto aburrido con la mano.

—Haz lo que quieras.

Eso era permiso suficiente para mí.

Me levanté, caminé hacia su estantería y comencé a recorrer los lomos de los libros.
Había de todo: historia, economía, literatura clásica… y entonces, de pronto, escucho su voz.

—¿Qué…libro te llamó la atención? —preguntó, y su tono no fue áspero, fue… curioso.

Me sorprendió.
Porque durante todo un año, según Giovanna y hasta la misma Fiorella, él no había mostrado curiosidad por nada.

Le respondí con sinceridad:

—Libros… buenos, tiene una colección interesante.

Y ahí se me ocurrió.
Un pequeño rayito de humor para romper su muro.

Tomé un libro cualquiera, fingiendo que lo leía.

—No sabía que tenía estos gustos, señor Falconi. —dije con tono serio—.
“100 posturas del Kamasutra”. Quién diría que un hombre como usted utiliza estos…recursos.

Lo escuché congelarse.

—¿Qué? Ese libro no es mío. —respondió indignado—. Mis dotes fueron adquiridos de manera empírica.

Y no pude evitarlo, me solté en una carcajada limpia, franca, de esas que me salen del alma.

—No existe el libro, señor Alessandro. Se lo inventé.

Hubo un silencio.
Y entonces… ocurrió.

El borde de su boca se curvó.
Apenas un milímetro, pero yo lo vi, una sonrisa pequeña, tímida, casi rota… pero sonrisa al fin.

Y para mí… fue la más hermosa que había visto en mi vida, porque era la primera en mucho tiempo y la primera que me regalaba a mí.

La sonrisa sutil de Alessandro aún flotaba en el aire, tan tenue que por un instante dudé si realmente la había visto… o la había imaginado. Pero no, ahí estaba, efímera, frágil. Un pequeño destello en medio de su oscuridad.

Él se pasó una mano por la barba, incómodo, como si se arrepintiera inmediatamente de haber dejado escapar ese gesto.

—Eres muy atrevida. —gruñó, intentando reconstruir su muro.

Yo respiré hondo, ese era mi momento.

Me acerqué despacio, deliberadamente.
Cada paso medido, suave, firme y él lo sintió. Lo sé porque se tensó ligeramente, como si mi presencia tan cercana lo descolocara.

Me senté a su lado en la cama, sin pedir permiso, su cuerpo se puso rígido, pero no se apartó, eso para mí ya era una victoria.

La distancia entre nosotros era mínima, podía oler su perfume tenue, casi imperceptible, mezclado con el aroma cálido de la habitación. Podía sentir su respiración irregular, como si no estuviera acostumbrado a que alguien se acercara así.

Le hablé bajito, con la voz más dulce y sincera que jamás había usado con nadie:

—Acéptame para ayudarte. —susurré.

Él tragó saliva, lo escuché, lo sentí.

—No vengo por lástima…
Me atreví a poner una mano sobre la cama, cerca de la suya, sin tocarlo, pero lo suficientemente cerca para que supiera que estaba ahí.

—No vengo a burlarme.

Él respiró más hondo, como si algo dentro de él se estuviera rompiendo o soltando, aún no podía saber cuál de las dos.

Me incliné un poco más, quedando casi a la altura de su rostro. Su piel reaccionó; noté un ligero movimiento en su mandíbula, un temblor suave.

—Tú cambiaste mi vida. —confesé con el corazón latiéndome en la garganta—. Por ti estudié… por ti decidí este camino.

Sus dedos se apretaron contra las sábanas, pero no dijo nada.

—Solo déjeme ayudarle. —mi voz sonó más vulnerable de lo que esperaba—.
Sé que volverá a ver, señor Alessandro.
Pero no pierda la esperanza, no la pierda todavía.

El silencio que siguió fue profundo, casi doloroso.

Él no respondió.
No me echó.
No me mandó a callar.

Solo… se quedó quieto, respirando.
Como si mis palabras se hubieran metido dentro de ese agujero oscuro donde vivía.

Y por primera vez, tuve la sensación de que había llegado a un rincón de él donde nadie más había podido llegar.




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