Amor Ciego

Capítulo 14. Ataque de ansiedad.

No debería haber sentido nada.

Eso es lo que más me enfurece.
Que por un instante —solo un miserable instante— el tono dulce de su voz, la suavidad de su piel cuando la sujeté, la manera en que respiró cerca de mí… me hicieron pensar que podía volver a ser alguien.

Y eso es imperdonable.

No puedo permitirle a nadie abrir una puerta que ya sellé desde que desperté en esta oscuridad.

Por eso reaccioné así, por eso la lastimé, porque el mínimo rastro de esperanza es un veneno.

Me levanté sin pensar, con la rabia ardiéndome en el pecho, la agarré del brazo, fuerte, y aún así ella no gritó, no se quejó, eso me irritó más.

—No vuelvas a hablarme así —le dije apretando los dientes—. No vuelvas a acercarte como si pudieras salvarme, porque no puedes, nadie puede.

Ella intentó decir algo, pero la corté.

—Yo estoy roto —gruñí—. ¿No lo entiendes? No soy un maldito proyecto para que vengas a arreglarme, no siento, no quiero sentir, no necesito ni tus palabras ni tu maldita compasión—El corazón me golpeaba tan fuerte que casi podía escucharlo con la misma claridad con la que escucho mi propia respiración.

Y ahí empezó todo a desmoronarse.

Golpeé la mesa que estaba al lado de la puerta con el bastón. Otra vez. Y otra. Quería callar todo: su voz, su calma, incluso mi propia mente repitiéndome que tal vez… tal vez no estaba tan solo como pensaba.

Algo cayó y se quebró en el suelo, no sé si un jarrón, una taza o yo.

Me mareé, sentí mis manos temblar y el aire escaparse, el mundo se cerró mucho más que mi propia ceguera y entonces me desplomé.

Escuché a mi abuela que llegaba y empezó a llorar. Su voz temblando. “Alessandro… Alessandro, por favor.”

Pero no podía moverme, ni respirar bien, ni pensar bien.

Era como si todo lo que trato de reprimir —miedo, rabia, dolor— se desbordara sin pedir permiso y entonces… ella.

Aurora, me tocó por detrás, al principio quise apartarla, pero no pude, no tuve fuerzas para seguir rechazando algo que… por un instante… volvió a calmar la tormenta.

Sus brazos me envolvieron suavemente.
Sutiles, cálidos, peligrosos.

—Calma —susurró cerca de mi oído—. Calma… estoy aquí.

La voz se metió en mis grietas como luz prohibida. Respiré, no porque quisiera, sino porque su presencia obligó a mi cuerpo a hacerlo y después de varios y pesados minutos en los que Aurora hizo todo lo posible por tranquilizarme, conseguí reunir el poco control que me quedaba. Con un esfuerzo que me pareció interminable, logré apartarme de ella como pude y, con la voz aún temblorosa, finalmente conseguí articular unas palabras.

Y entonces lo dije.
No sé de dónde salió.

—Yo no… no sé qué me pasó.

Sentí que bajaba la cabeza, derrotado, roto en un punto que jamás pensé mostrarle a nadie.

Aurora exhaló despacio, como si temiera hacerme más daño.

—Le dio un ataque de ansiedad —respondió—. Y lo siento si… si fui demasiado para usted, no era mi intención.

Quise decirle que no lo entendía, que no quería que me calmara, que no quería sentir que alguien me abrazaba como si todavía quedara algo de mí para rescatar.

Pero lo único que pude decir fue, en un hilo de voz:

—No quiero… esperanza.
No la quiero.

Ella no respondió y eso dolió más que cualquier palabra.

La tarde llegó rápido, casi sin darme cuenta, y con ella apareció Marco, como una presencia inevitable que parecía arrastrar consigo un cambio en el aire, escuché pasos conocidos, su forma de caminar siempre ha sido ruidosa, casi arrogante. No necesitaba verlo para saberlo.

—Hermano —dijo con esa voz ligera que me irrita desde que vivo en la oscuridad—. Vine lo más rápido que pude.

No sé por qué, pero lo primero que hice fue buscar la presencia de Aurora.
Su respiración, el roce de su ropa, ese perfume tan dulce que me desarma sin querer.

—¿Aurora…? —pregunté sin pensarlo.

—Estoy aquí —respondió ella, cerca.

Ese “estoy aquí” me atravesó el pecho.

Me odié un poco por necesitarlo.

—Déjanos solos —dije al fin, brusco, seco, casi gruñendo.

Hubo un breve silencio, pude sentir cómo me miraba aunque no pudiera verla, luego la escuché caminar hacia la puerta y salir.

El aire cambió con su ausencia.
Demasiado.

Marco se dejó caer en una de las sillas, haciendo ruido a propósito.

—Vaya espectáculo te pegaste Aless —soltó riéndose.

Yo apreté la mandíbula.

—No estoy para tus bromas.

—Ya veo —respondió él divertido—. Aunque honestamente… parecía que la chica te calmó mejor que cualquier medicamento, segun la nona.

Bufé, molesto por cómo sonaba eso.

—Aurora fue la peor enfermera que me pudo tocar —escupí, pero la rabia no venía de ella… sino de mi reacción cuando estuvo cerca—. Esa… felicidad en la voz, esa ternura, como si con un par de palabras dulces pudiera resolver mi vida, como si esto fuera un maldito cuento de hadas.

Marco soltó una carcajada como si yo hubiera dicho algo gracioso.

—Ale… creo que precisamente eso es lo que te hace falta. Una enfermera que te hable bonito, que te ponga límites, que no te tenga miedo, esa chica es justo—

—No necesito una niñera con voz de ángel —lo interrumpí, con el veneno subiéndome a la garganta—. No necesito que nadie me calme, no necesito que nadie me abrace, no necesito su esperanza, no necesito… nada.

Marco dejó de reír, sentí cómo el silencio se tensó entre los dos.

Pero yo seguí, no quería guardarme nada.

—Esa chica no sabe en lo que se metió —dije, más bajo, más frío—. Y tú tampoco.

Marco respiró profundo.

—¿Y por qué dices eso?

Le respondí sin temblar:

—Porque no hay nada que rescatar, Marco, nada, nunca volveré a ser el hombre que ustedes recuerdan y mientras más rápido lo acepten… menos les va a doler perderme.

La habitación quedó en silencio.

Incluso Marco, que siempre tiene una respuesta para todo… no dijo nada y por primera vez me di cuenta de que mi oscuridad no solo me estaba consumiendo a mí.
También estaba arrastrando a todos los que aún insistían en quererme.




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