Amor Ciego

Capítulo 15. Torta de chocolate

Cuando cerré la puerta de la habitación de Alessandro, tuve que apoyarme un segundo en la pared, el día había sido como sobrevivir a un huracán… uno con bastón y muy mal carácter.

Caminé por el pasillo hacia la salida y encontré a la abuela Giovanna sentada en la sala, con un rosario en la mano y cara de “por favor que no sea otra renuncia”. Al verme, se levantó tan rápido que pensé que iba a desmayarse encima de mí.

—Aurora… ¿cómo estuvo? Aparte del ataque de ansiedad ¿Cómo se comportó Alessandro?

Yo acomodé mis cosas y empecé:

—Fue complicado...muy—

Pero Giovanna no me dejó terminar.

—¡POR FAVOR NO RENUNCIES! —soltó como si estuviera en una novela dramática italiana—. ¡No lo dejes! ¡No puedo soportar otra baja! ¡No puedo!

Yo pestañeé varias veces.

—Abuela Giovanna… solo dije que fue complicado. No que me iba a ir.

Ella se quedó congelada un segundo.

—¿Entonces… no vas a renunciar?

—No.

—¿Segura?

—Segurísima.

Giovanna soltó un suspiro tan fuerte que creo que se desinfló un poco.

—¡Ay gracias a Dios! Ya pensé que tenía que ir a buscar enfermeras puerta por puerta.

Tomé sus manos para calmarla.

—Tranquila, yo no renuncio a nada y mucho menos hoy. No voy a dejarlo, voy a ayudar a su nieto, aunque él patee, grite o me lance el bastón.

Giovanna dejó escapar una risa nerviosa.

—Ay, hija… creo que tú eres más valiente que todo este palazzo junto.

La abracé un momento, y cuando ya estuvo más tranquila, me fui.
El aire afuera se sintió como un premio después del caos.

Apenas llegué a la parada del bus, llamé a Fiorella, ella contestó en modo terremoto emocional.

—¡HABLA YA! —gritó sin saludar— ¡¿QUÉ HIZO EL OGRO?!

Me reí.

—Hola Fi, yo muy bien, gracias por preguntar…

—¡NO! ¡CUÉNTAME!

—Pues… lloró, gritó, me apretó el brazo, rompió cosas, se cayó, le dio un ataque de ansiedad, calmé a su abuela, calmé a él, calmé a todos… en resumen: un caos.

Fiorella hizo un sonido entre carcajada y suspiro.

—Eso te pasa por aceptar trabajos exóticos.

—Ay Fi… —dije frotándome la frente—. Es que es demasiado testarudo.

—El esta resignado a no ver y traumado—respondió ella como si fuera experta en el tema—. ¿Pero lo manejaste?

Me enderecé un poquito, orgullosa.

—Sí. Lo calmé, lo abracé y se tranquilizó.

—¿Y la abuela qué dijo?

—Que casi me canoniza —respondí riendo.

Fiorella soltó una carcajada.

—JAJAJAJA, ¡te creo! Esa mujer ya debe tener una estampita tuya en la cartera.

—Después de hoy, no lo dudo —dije riendo también.

Hubo una pausa breve.

—¿Y tú cómo estás? —preguntó Fiorella con voz más suave.

—Cansada, mucho, pero… firme.
No pienso irme.

—Sabía que dirías eso —respondió ella—. Si alguien puede con un Falconi, eres tú.

Sonreí mirando la calle vacía.

—Pues sí, Fi, el reto es grande… pero yo soy más.

—Eso, carajo —dijo ella—. Ahora ve a descansar, mañana te espera otra montaña rusa.

—Ni me lo digas…

Y escuchándola reír, sentí que, aunque el día hubiera sido una locura completa…
lo había logrado y mañana volvería a intentarlo.

Sin drama, sin renunciar y sin rendirme.

Llegué a mi cama y me dejé caer de espaldas como si hubiera corrido un maratón emocional. Día uno sobrevivido, pensé, no sabía si sentirme orgullosa o pedir incapacidad por estrés extremo.
Una cosa sí me quedó clara: tenía que cambiar la táctica con Alessandro.
Hablarle no funcionó.
Intentar bromear tampoco.
Tratarlo como un ser humano normal… bueno, aparentemente eso fue una ofensa grave.

Tal vez lo mejor era dejar que él se adaptara primero a mi presencia, y ya después lo enfrentaría a mi personalidad. Como terapia de choque, pero paulatina, sí, sonaba sensato. Difícil para mí, pero sensato.

Dormí como un tronco.

A la mañana siguiente llegué puntual, y Alessandro todavía dormía. Él tenía ese aire de “no me despiertes o te destruyo”, pero yo ya tenía instrucciones claras, así que me acerqué despacito.

—Buenos días —dije con voz suave, casi musical, como para no invocar demonios.
Nada, ni un suspiro amable, ni una ceja movida.
Perfecto, íbamos bien.

Le administré las medicinas con cuidado. Él no dijo ni gracias, ni buenos días, ni “váyase”, lo cual considero un avance.

Hice sus terapias en silencio, tomamos el desayuno en silencio, almorzamos en silencio.
Si hubiera habido grillos, se habrían suicidado del aburrimiento.

Yo respiraba, contaba en mi cabeza, intentaba no romper el récord mundial de hablar sola. Tenía ganas de decirle mil cosas, pero me aguanté. Táctica nueva, Aurora. Cállate. Deja que respire, déjalo adaptarse.

A eso de las cuatro de la tarde, cuando ya me estaba preguntando si él había hecho voto de silencio, escuché SU VOZ.

—¿Puedes conseguirme alguna torta?

Casi volteo a ver si había un milagro manifestándose detrás de mí.

—¿Una… torta? —pregunté con cuidado, como si fuera una trampa.

—Sí, tengo antojo y como ya no veo… pues me da igual verme gordo.

Yo tragué risa, porque era gracioso y trágico y él no quería que yo me riera de nada.

—Claro, señor Falconi. ¿De qué sabor la quieres?

Hubo un silencio corto y entonces él dijo:

—Algo con mucho chocolate.

Yo sonreí sin poder evitarlo.

—¡Es mi favorito! —solté, emocionada… y luego puse cara de caray, Aurora, relájate.

Él no respondió, pero por un segundo, solo un segundo, juraría que su boca amagó algo parecido a una media sonrisa o tal vez fue mi imaginación delirando por falta de conversación.

Mañana sería otro día, otra batalla y mi nueva táctica seguía clara: primero que se acostumbre a mí, después lo vuelvo mi paciente favorito o al menos uno que me hable más de una frase por día.

Eso ya sería un milagro.

Roberto el chófer de la familia volvió a la mansión Falconi con la torta más chocolatosa que pudo encontrar y no cualquiera: una de tres capas, rellena de ganache, con olor a felicidad pura.
Si eso no le levantaba el ánimo a Alessandro… entonces él ya era caso perdido para la ciencia.




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