Una semana con Aurora
No sé quién fue el genio que pensó que traer a Aurora Greco sería una buena idea, una semana, solo una maldita semana… y siento que han pasado años. No porque sea insoportable en el sentido tradicional. No. Ojalá fuera eso, ojalá gritara, ojalá fuera torpe, ojalá me tratara con lástima evidente, esas cosas yo sé manejarlas. Alejar gente es fácil cuando ellos mismos quieren irse.
Pero Aurora…
Aurora no se va y lo peor: no habla.
Sé perfectamente que se está conteniendo. Que su silencio no es natural, porque conozco a la gente como ella: las que hablan con la sonrisa, las que llenan los espacios de aire, las que te dan conversación así no la pidas y sin embargo, aquí está, tragándose cada palabra solo porque me prometió ir con calma, “dejar adaptarme”.
Patético.
Pero lo peor es que sé que se muerde la lengua. Lo escucho. Hay un sonido particular, un pequeño chasquido cuando quiere decir algo y se detiene, ahí sé que está conteniendo un comentario, una anécdota, un chiste, lo que sea que cruza por esa mente que parece una avenida en hora pico.
Y aunque no hable frente a mí…
Sí habla.
Dios, cómo habla.
Cada vez que finge que se va por agua, que va a buscar mi medicamento, o simplemente que “necesita aire”, la escucho desde el pasillo. No porque la espíe; no tengo cómo, pero ella tiene ese tono dulce que rebota por las paredes.
La primera vez se puso a decirle a Fabiola:
—Hoy está hermoso el día, ¿no? Se siente como si el sol te abrazara —y yo en mi habitación queriendo aventar mi bastón contra la pared—. Mi hermana se habría puesto feliz con un clima así…
Mi hermana.
Menciona mucho a su hermana.
Después, otro día, mientras yo fingía dormir, la escuché contándole a no sé quién sobre su antiguo trabajo en un restaurante barato. Todavía puedo escucharla decir:
—Las pastas costaban cinco euros, ¡cinco! Pero la salsa sabía a gloria, te lo juro.
¿Quién demonios es tan alegre recordando un restaurante barato? ¿Quién recuerda con cariño trabajos mediocres y días simples?
La respuesta me molesta: Aurora. No la soporto.
Porque todos los que vienen aquí, todos, absolutamente todos, cargan tristeza cuando me ven. Miran mi ceguera como un castigo o una tragedia, oero ella no, ella parece ver… no sé… algo diferente y eso me inquieta. Me irrita. Me obliga a encerrarme en mí mismo.
Además, sospecho que finge, nadie es tan amable, tan cálida, tan buena todo el tiempo.
Algo esconde.
Algo raro hay ahí.
En fin...los primeros días fueron un suplicio silencioso: ella dándome los medicamentos, yo respondiendo con monosílabos o con nada. Ella haciendo mis terapias sin quejarse, yo tensando cada músculo para que entienda que no quiero su cercanía.
Y sin embargo, cada tarde se queda un poco más, cada tarde se escucha sentarse en la silla cerca de mi cama, respira hondo, como si quisiera decir algo… y no lo dice.
Yo debería agradecerlo. Pero no. Su silencio pesa más que sus palabras.
Hace dos días, mientras acomodaba algo en mi mesa, dejó caer un comentario que la traicionó:
—¿Sabe, señor Falconi? Mi hermana decía que la gente más difícil es la que más necesita compañía.
Me herví por dentro, no respondí, ella tampoco insistió.
Otra vez ese silencio forzado.
Hoy, al final de esta semana interminable, escuché algo más que me dejó inquieto.
Estaba en el pasillo, creyendo que no la escuchaba, y le dijo a Fabiola:
—No es mal hombre, ¿sabes? Está roto… pero no es malo y aunque no lo crea, yo sé que un día va a confiar en mí.
¿Confiar?
¿Yo?
¿En ella?
Ridículo.
No quiero su confianza, no quiero su presencia, no quiero que crea que puede arreglar algo en mí.
Pero… hay algo que me irrita más que su dulzura, más que su manía de hablar, más que su tonta esperanza: La certeza de que ya la conozco, de que sé exactamente quién es ese tipo de mujer, de que un día, si la dejo entrar, será otra más que me mira con compasión.
Y prefiero enfrentar mi oscuridad solo…
Que permitir que alguien vea lo que queda de mí.
Aunque, a veces… cuando ella cree que duermo…su voz…no duele tanto y eso, precisamente eso, es lo que más me enfurece.
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Hoy desperté con el cuerpo hecho trizas. No sé si fue por la terapia de ayer, el clima o simplemente porque mi desgracia decidió renovarse. Cada músculo me dolía, cada fibra, me sentía frágil, y eso es lo que más detesto.
Odio sentirme débil, odio no poder sostenerme como antes, odio que mi fuerza —mi orgullo de toda la vida— ahora sea solo un recuerdo borroso.
Me puse de pie sujetándome de la baranda de la cama, decidido a bañarme aunque fuera arrastrándome. Pero apenas di dos pasos, las piernas me fallaron, el suelo osciló bajo mis pies, me aferré al borde de la cama como si fuera a caerme a un abismo.
Entonces escuché su voz:
—¡Alessandro!
Aurora.
Con esa urgencia dulce que me descuadra, corriendo hacia mí como si fuera a desintegrarme.
La sentí acercarse demasiado rápido, por instinto —por orgullo— la aparté, no quería que me viera así, tambaleando como un anciano, pero la aparté con demasiada fuerza, pues al menos la poca que me quedaba, sentí cómo su cuerpo tropezaba con la alfombra y luego el golpe suave.
—¡Ay!
Mierda.
Mi corazón se detuvo un segundo, puedo ser mujeriego, arrogante, insufrible… pero jamás un patán que empuja mujeres. Eso no soy yo.
Me agaché, buscándola con las manos.
—Aurora… lo siento. No quise… ¿estás bien?
Ella tomó mi mano antes de que yo encontrara la suya, firme y cálida.
—Estoy bien —dijo con voz firme—. Pero usted no puedes tratar así a una chica y hoy no acepto réplicas, señor Alessandro.
Su tono… ese tono…
Me dejó congelado.
—Lo bañaré —declaró—. Al fin y al cabo… no es nada que no haya visto antes.