Aurora volvió a tomarme de la mano después de levantarla del suelo, sus dedos se cerraron alrededor de los míos con una determinación que no esperaba de alguien tan… dulce.
Demasiado dulce.
—Vamos —dijo—. Lo llevo al baño.
Yo me solté de inmediato.
—No —escupí más rápido de lo que pensé—. No voy a ir al baño… contigo. A solas.
Decirlo en voz alta me avergonzó incluso más que pensarlo. Ella suspiró como quien trata con un niño de cinco años.
—Alessandro… silencio —ordenó con esa calma irritante—. En esto no voy a ceder, si te dejo ir solo y te caes, me meten presa por dejar a mi paciente amargado y obstinado a su suerte y si te rompes la cabeza, Giovanna me mata. Y si—
—OK —interrumpí antes de que siguiera con su maldito monólogo—. Ya entendí.
—Perfecto —respondió con satisfacción.
Me guió hasta la puerta del baño, y escuché cómo organizaba cosas adentro: abrió la ducha, acomodó toallas, movió el banco especial. Yo me quedé de pie junto al marco, sintiéndome ridículo, débil… expuesto.
—Entra —ordenó.
Entré lentamente, el vapor tibio comenzaba a llenar el ambiente.
Y entonces la escuché decir:
—Quítate la ropa.
Me quedé inmóvil.
—Aurora…
—Señor Falconi… —su tono era paciente, sí, pero ese tipo de paciencia que se está acabando—. Quítate la ropa. Ya te dije: no es nada que no haya visto antes.
Sentí la sangre subirme a la cara, a las orejas, al maldito cuero cabelludo.
—¿Te estás… poniendo rojo? —preguntó divertida— luego, con una sonrisa en su voz:
—Te ves adorable con las mejillas sonrojadas.
Adorable.
Yo.
Adorable.
¿Este es el infierno?
Ella se quedó callada un segundo y luego soltó:
—Ay… ¿pensé eso en voz alta?
—¡Aurora! —interrumpí, exasperado—. Deja de hablar.
Hubo un silencio, no sé cuál de los dos lo rompió primero, pero decidí —por orgullo, por estupidez o por necesidad— hacerle caso.
Respiré hondo, me quité la camisa, luego el pantalón y después todo lo demás.
Estiré mi mano hacia ella, esperando que la tomara y me guiara hasta la ducha, pero ella tardó en acercarse.
Demasiado.
El silencio se prolongó, un silencio que me pesó en el pecho y entonces lo pensé. Lo odié pero lo pensé.
Yo ya no voy al gimnasio, no tengo el cuerpo marcado de antes, estoy más delgado, más frágil. En mi mente todavía soy el hombre fuerte, el que imponía con solo entrar a un cuarto. Pero ahora…
¿Será que ella me estaba viendo con decepción? ¿Será que le parecía desagradable? ¿Será que se quedó en silencio porque… no le gustó lo que vio?
Me moví instintivamente para cubrirme.
Ridículo.
Vulnerable.
Expuesto de la forma que nunca me permito estar.
Justo ahí, ella dio un paso y tomó mi mano con fuerza.
—Vamos —dijo con suavidad.
Me guió hasta la ducha, su toque tranquilo, su seguridad, su presencia firme.
Todo lo contrario a lo que sentía yo y mientras avanzábamos, luché contra esa parte de mí que gritaba que no quería su lástima, ni su dulzura, ni su cercanía…
Pero otra parte —la más traidora— agradeció que no soltara mi mano.
No sé en qué momento de mi vida pasé de controlar todo a estar aquí, de pie, sostenido apenas por la barra metálica del baño, mientras una mujer que apenas conozco prepara el agua para bañarme.
La simple idea de necesitar ayuda me irritaba. Pero tenerla a ella tan cerca… eso era otra clase de tortura.
El vapor comenzó a llenar el baño, y su perfume —fresco, suave— se mezcló con el olor del jabón, escuché cómo movía las botellas, cómo acomodaba la regadera, cómo rozaba la tela contra la pared. Sonidos insignificantes para cualquiera, pero para mí eran demasiado vívidos, casi invasivos.
—Voy a empezar, señor Falconi —anunció.
Su voz estaba tranquila, la mía no.
Cuando sus dedos rozaron mi hombro por primera vez, todo mi cuerpo se tensó.
No era el toque de una enfermera con manos frías y mecánicas, era cálido, cauteloso, humano.
Avancé el rostro apenas, confundido, como si pudiera verla, no había luz, pero su presencia me rodeó.
Ella deslizó el agua por mi pecho y yo inhalé bruscamente, no lo pude evitar, no pudo evitarlo.
Mi cuerpo reaccionó antes que yo, un latido, otro.
Ridículo, inoportuno, traicionero y cuando lo sentí mi amigo endurecerse, instintivamente llevé la mano hacia abajo, intentando cubrirme, como si así pudiera salvar algo de mi dignidad hecha trizas.
—Esto no… —mascullé con el orgullo entre los dientes—. No pasa porque sí.
Aurora no dijo nada, pero su respiración se alteró apenas un segundo, lo suficiente para que yo lo notara.
—Es que… hace mucho que una mujer no me toca —continué, torpe—. Y antes del accidente yo era… distinto, un hombre normal, pasional, salía, vivía...
Qué patética excusa, me odié por decirlo.
—No se preocupe —respondió ella con suavidad—. Es natural, lo entiendo.
Lo peor era que no sonaba a burla.
Sonaba a sinceridad.
Pero luego… luego soltó esa pregunta absurda:
—¿Y por qué no ha vuelto a estar con alguien?
Sentí el estómago caer.
¿Era en serio?
Me moví bruscamente, la regadera se sacudió, y un chorro de agua terminó directo sobre ella.
—¿Estás bromeando? —pregunté, incrédulo, molesto conmigo, con ella, con todo.
—Me mojaste, señor Falconi —respondió sin alterarse—. Y no sé qué tiene lo que dije. ¿A caso por estar sin visión no puede tener sexo?
Casi me atraganté con el aire.
—Claro que no puedo —bufé, señalando la oscuridad frente a mí—. ¿No me ves?
Fue una frase estúpida, lo sé.
Pero era mi defensa natural: gruñir.
Aurora no se dejó intimidar.
—Claro que lo veo —dijo, y la forma en que lo dijo me atravesó—. Y veo perfectamente que hay partes de usted que funcionan muy bien.
Mi cara ardió. ¡Yo! ¡El condor Falconi! Sonrojándome como un adolescente.