Amor Ciego

Capítulo 18. Deseosa.

Ofrecerme a ayudar a bañar a Alessandro no fue una buena idea. Lo supe en el mismo instante en que mis manos tocaron su piel y mis ojos, por mucho que intenté evitarlo, recorrieron cada línea de su cuerpo.

Había visto hombres desnudos antes… demasiados. Urgencias me había mostrado todas las formas, tamaños, colores y situaciones posibles y en la universidad estudié la anatomía humana con la frialdad clínica que corresponde, pero nada, absolutamente nada, me había preparado para verlo a él.

Alessandro no era un cuerpo más, no era un paciente, ni un esquema anatómico, era un hombre, un hombre que, por primera vez en mi vida, me hizo desear uno.

Sentí cómo mi respiración se volvía pesada, cómo mis dedos temblaban sin motivo lógico cuando el agua corría por su espalda y él cerraba los ojos, confiando en mí con una tranquilidad que me desarmó. Yo sabía exactamente qué músculos estaba tocando, cómo se distribuía su peso, dónde se marcaban las fibras… pero lo que no sabía era cómo controlar lo que eso despertaba en mí.

Porque era como si todo lo que había estudiado se borrara, y solo quedara él.
Su cuerpo, su voz ronca, su cercanía peligrosa.

Y entonces cuando su amigo se levantó y trato de excusarse, una repentina sensación me golpeó… esa inquietud extraña, tibia y profunda, que nunca había experimentado.
El deseo de un beso, el impulso irracional de imaginar cómo sería sentir su boca en la mía, de saber qué se siente hacer el amor con alguien por primera vez…
Con él.

Desde ese momento, Alessandro se quedó aún más pegado en mi mente como una sombra luminosa. Cada vez que cierro los ojos, veo el agua deslizándose por su piel, escucho su voz diciéndome mi nombre… como si lo tuviera demasiado cerca.

Alessandro me inquieta, me desarma, me provoca cosas que nunca me había permitido sentir y lo peor es que no puedo dejar de pensar en él, no importa cuánto lo intente, no importa cuántas veces me repita que fue solo una situación clínica.

No lo fue.

No con él.

En fin...hoy Alessandro estaba recostado, aún con ese aire altivo que no perdía ni con la pijama de seda negra que habitualmente usa. Yo trataba de concentrarme en revisar su presión pero su voz ronca me distrajo.

—Aurora —me llamó, como si decir mi nombre fuera un acto íntimo—.
¿Podrías pedirle a Fabiola que me prepare unas pastas para el almuerzo? No cualquiera… ya sabes cómo soy.

—¿Qué quieres exactamente? —pregunté, levantando una ceja.

—Unos tagliatelle al limón con mantequilla avellanada y salvia fresca —respondió sin dudar—. Fabiola sabrá, dile que no escatime en queso pecorino… y que las haga “al dente”, como me gustan.

Me mordí la lengua para no sonreír, claro, Alessandro pidiéndole a la vida entera que funcione a su medida y aun así, algo de él siempre me hacía querer complacerlo.

—Está bien —dije finalmente—. Se lo diré.

Salí de la habitación intentando recuperar el aire, y justo al doblar por el pasillo me encontré con Marco. Sonrió al verme, esa sonrisa tranquila que siempre lleva.

—Aurora, hola —me saludó.

—Hola, Marco —respondí devolviendo el gesto.

—¿Y cómo está Alessandro hoy?

Solté una pequeña risa de humor negro.

—Pues… ya lleva quince días sin intentar matarme, eso es un avance enorme, ¿no crees?

Marco soltó una carcajada que resonó en el pasillo. Yo terminé riéndome también, porque su risa era de esas que contagian.

—Necesito tu ayuda —me dijo cuando se calmó, cruzándose de brazos—. Alessandro debe volver al trabajo pronto y, bueno… ya sabes cómo es, quería coordinar contigo unas cosas para la transición.

Le respondí con esa mirada cómplice que siempre compartía cuando se trataba de Alessandro.

—Por supuesto, Marco. Será bueno para él… y para todos nosotros, sinceramente —añadí con una sonrisa ladeada.

Marco bajó un poco la voz, con esa amabilidad tan suya.

—Gracias, Aurora. De verdad.

—Te deseo los más dulces días —le dije, tocándole suavemente el antebrazo como despedida.

Y me fui, con las pastas de Alessandro en la mente y con él, nuevamente instalándose en mis pensamientos sin permiso.

Cuando regresé a la habitación con las bandejas, Alessandro levantó ligeramente el rostro, orientándose hacia mis pasos. Él siempre sabía cuándo era yo. A veces pienso que reconoce mi respiración antes que mi voz.

—Aurora —dijo con su tono firme de siempre—. Marco se quedará a almorzar, avísale a Fabiola que prepare comida para tres.

—Ya está todo listo —le respondí mientras dejaba la bandeja sobre la mesa—. Fabiola incluyó a Marco.

—Bien —respondió, como si ese detalle marcara el equilibrio del universo.

Nos acomodamos los tres alrededor de la mesita. Alessandro escuchaba cada sonido, como si el mundo entero solo existiera a través del oído.

—Por cierto, Aurora —dijo Marco mientras probaba la pasta—, Gracias por estar siempre para Fiorella, ella no para de hablar de ti.

Solté una risa automática.

— Es mi mejor amiga, siempre voy a estar y dime Marco ¿Qué dijo ahora?

—Lo mismo de siempre —respondió él divertido—: que eres un encanto, que tienes una paciencia sobrehumana, que eres la persona más dulce del planeta…

Sentí cómo la vergüenza me subía por el cuello.

—Fiorella exagera mucho —murmuré, agachando la mirada.

—No exagera tanto —insistió Marco—. Te describe como una leona pelirroja muy alegre.

Me eché a reír, escondiendo la cara entre mis manos.

—Oh, Dios… esa mujer definitivamente me ama como yo a ella.

De pronto, Alessandro inclinó un poco la cabeza hacia mi lado de la mesa.

—¿Pelirroja? —preguntó despacio—. ¿En serio?

—Sí —respondí, sonriendo aunque él no pudiera verlo—. Mi cabello es rojo natural.

—No lo sabía —admitió Alessandro.

—Nunca te lo mencioné —dije encogiéndome de hombros—y tiene vida propia.

Marco soltó una carcajada y, mientras reía, se inclinó un poco hacia mí, demasiado cerca, pensé, pero no me moví.




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