A veces pienso que Aurora debería traer un botón de mute incorporado o un control remoto. Algo. Pero la realidad es que estoy sentado en mi cama, en mi habitación, bastón apoyado contra la mesa de noche, intentando juntar el valor para decirle lo que tengo que decirle… mientras ella está dando vueltas en la alfombra, porque puedo escuchar cómo sus pasos se hunden en el mismo punto una y otra vez.
—Aurora —la llamé.
Se detuvo tan rápido que sentí el aire moverse.
Seguro giró como trompo.
—¿Sí? ¿Qué pasó? ¿Te duele algo? ¿Te traigo agua? ¿Un jugo? ¿Te prendo el ventilador? ¿Estás sudando? ¿Quieres que revise tu temperatura? —disparó, acercándose hasta que pude percibir su respiración emocionada.
—Aurora… —resoplé—. Necesito hablar contigo y por favor, escucha sin interrumpir.
—Uh-huh —hizo un ruido que pretendía significar “ok”, pero sonaba más como “no prometo nada”.
Me preparé.
—Voy a volver a la empresa.
Ella inhaló como si se fuera a convertir en globo de feria y explotó:
—¡Sí, sí, sí! ¡Me encanta! ¡Ay, Alessandro, eso es perfecto! ¡Ya era hora! Porque yo decía “este hombre aquí encerrado se me llena de moho”, y—
—Aurora.
Silencio.
Ella se quedó quietecita, bueno, quieta en concepto, su energía seguía vibrando como si la habitación fuera un microondas.
—Volveré… pero no todos los días —continué—. Y no toda la jornada completa. Por horario, por tramos, voy a ir ajustándome.
—¡Perfecto, perfecto! Eso está súper bien porque— volvió a arrancar.
—Aurora, ¿qué te dije? —la interrumpí.
—Que me calle —respondió bajito, como niña regañada.
—Exacto.
Respiró hondo. Se estaba “portando bien” lo cual me asusta más que cuando habla.
—Entonces —seguí— necesito que coordines con Marco, que vayas tú a la oficina y organices todo lo que médicamente necesito: equipos, accesos, adaptaciones… y no escatimes en gastos.
Si pudiera ver, juraría que sus ojos se hicieron del tamaño de dos lunas.
—¡Claro que sí! ¡Eso será facilísimo! Además yo tengo fe en ti, Alessandro, tú eres el mejor en lo que haces, ¿sí? Esto es un buen comienzo, un comienzo gigante y bueno… ya que estamos celebrando… ¿qué tal si bajamos al jardín a tomar onces?
—No —respondí sin pensarlo.
Entonces llegó.
El tono prohibido.
El tono que debería ser ilegal.
El que derrite neuronas.
—Poooorfiiiiis… —susurró con esa vocecita infantil que me desarma por completo.
—Aurora, no voy a— intenté resistir.
—Porfis, porfis, porfis. Mira que si bajas al jardín ya estás empezando a salir más, y además Fabiola puede hacernos chocolate, y yo te manejo todo, tú solo caminas agarradito de mí y—
—Aurora. —Le extendí una mano en el aire para detener su monólogo—. Te dije que no interrumpieras.
—Perdón —murmuró… pero se acercó más.
La sentí justo frente a mí.
Ese silencio cargado de espera.
De manipulación emocional.
De su loco encanto.
No debía.
Yo sabía que no debía.
Pero soy débil ante su maldita vocecita.
—Está bien… —cedí.
Aurora emitió un gritito ahogado. Un ¡iiii! que casi me estalla un tímpano.
—¡Voy a decirle a Fabiola que prepare onces! —y ahí la escuché, salió de la habitación corriendo, literalmente corriendo, contra la puerta, contra la pared, contra la pobre Fabiola que seguro estaba pasando por ahí.
Y yo…
Me reí.
No pude evitarlo.
Porque Aurora es un caos con piernas, un huracán con voz, un planeta entero girando alrededor de su propio entusiasmo.
Y aun así…aquí estoy, dejándome arrastrar al jardín solo porque me dijo “porfiiiis”
El jardín estaba tibio, con ese olor a hojas mojadas que me relajaba más de lo que admito. Aurora caminaba a mi lado con pasos rápidos, casi saltados, yo podía escuchar su respiración emocionada antes incluso de que habláramos con alguien.
—Aurora… ¿por qué escucho voces? —pregunté, deteniéndome.
Ella tragó saliva.
—No te enojes… pero invité a tu mamá y a la abuela Giovana.
—Aurora…
—¡No te enojes! —se adelantó—. Ellas te aman y están demasiado felices de que hayas salido. Además… si tú te estás esforzando, ellas también merecen verte. ¿Sí?
Suspiré, no había cómo pelear contra eso.
—No puedo enojarme con ellas —admití—. Son las dos mujeres más importantes de mi vida.
Aurora sonó como si hubiera sonreído con el alma, me guió hasta la mesa, mi madre me tomó la mano con ternura, la abuela me apretó el hombro como si fuera un costal de papas.
Nos sentamos, sirvieron chocolate caliente, pan y algo que olía a galletas recién horneadas.
El ambiente era cálido, tranquilo, demasiado tranquilo para tener a Aurora presente y sí. Lo comprobé al minuto exacto.
—¿Ustedes saben que de niña casi incendian la escuela por mi culpa? —soltó ella como quien comenta “qué bonito clima”.
Mi madre carraspeó. La abuela dejó de servir el pan.
Yo cerré los ojos. Aquí vamos.
—¿Qué hiciste esta vez? —pregunté, ya resignado.
Aurora tomó aire, orgullosa.
—Había un niño que siempre se burlaba de mí porque decía que yo hablaba mucho… muchísimo… que parecía radio prendido. —Se detuvo un segundo como si analizara si realmente habla tanto. Spoiler: sí habla tanto—. Y pues yo me cansé.
—¿Y cuál fue tu brillante respuesta? —pregunté irónico.
Aurora dio un golpecito en la mesa, alegre.
—Decidí castigar su falta de respeto… con arte.
Silencio, peligroso silencio.
—¿Qué arte? —preguntó mi madre.
—Le metí grillos en la lonchera.
Yo casi me atraganto con mi propio aire.
—¿GRILLOS? —pregunté horrorizado.
—Grillos bebés —aclaró ella como si eso lo hiciera mejor—. Para que aprendiera a respetar el volumen ajeno.
La abuela estalló en una carcajada que se escuchó en todo el vecindario, mi madre se tapó la boca y yo…
Yo traté de no reír. De verdad lo intenté.
Pero fallé miserablemente.