Amor Ciego

Capítulo 22. Opinión.

Nunca pensé que volver a la empresa me pondría así. Yo, Alessandro Falconi, que he cerrado acuerdos internacionales sin pestañear, ahora estoy aquí, en mi habitación, sintiendo un temblor mínimo en las manos. Me fastidia, me humilla.

Me aliso el cabello por tercera vez, pero no tengo cómo saber si quedó bien, la incertidumbre me irrita.

—Aurora —la llamo, intentando que mi voz no suene tan tensa—, acércate un momento, no sé si mi cabello quedó bien acomodado.

Sus pasos se acercan, suaves, casi cantados. Ella siempre camina como si no quisiera interrumpir el mundo, sus dedos entran en mi cabello con una delicadeza paciente, me acomoda cada mechón como si esto fuera parte de su vocación de enfermera: curar cosas que la gente no sabe que están rotas.

—Ahora sí —dice—. Mucho mejor.

Trago saliva.

—¿Y la barba…? —pregunto.

Odio preguntar eso, odio necesitar ese tipo de aprobación. Pero ahí estoy.

—Con barba se ve más guapo —responde con tranquilidad, como si fuera un hecho universal.

Guapo, ella realmente dice las cosas como las piensa. Sin filtros.

Me acomodo el traje a tientas, repasando la tela con las manos: hombros, solapas, botones, todo en su sitio, busco mis lentes negros; los reconozco por el peso y el tacto del marco. Me los pongo. Mi perfume está donde siempre, a la izquierda. Dos toques exactos.

Aurora me observa —lo sé por su silencio atento— y suelta una pequeña risita.

—Es muy vanidoso, señor Falconi.

—No soy vanidoso —respondo, indignado—. Soy… cuidadoso con mi presencia.

—Eso dice cada hombre vanidoso —responde ella, divertida.

Chasqueo la lengua, pretendiendo molestia, pero en realidad… me gusta que no me tenga miedo.

Antes de salir, escucho los pasos de mi madre y mi abuela. Su energía es distinta: más contenida, más… emocional.

—Alessandro, amore, estamos orgullosas de ti —dice mamá mientras toma mis manos entre las suyas, sé que sonríe; su voz siempre lo revela.

—Lo harás excelente —agrega mi abuela—. No lo dudes.

Asiento y respiro hondo, su apoyo pesa menos que otra cosa que no quiero admitir.

Aurora me guía hasta la camioneta, con su mano ligera sobre mi antebrazo. Ella siempre me toca como si sostuviera algo frágil, y eso a veces me incomoda… y otras veces me calma.

Subimos, el vehículo arranca.

A mitad del camino, siento una gota de sudor bajar por mi sien.

—Está sudando —dice ella, con un tono entre sorpresa y ternura.

La escucho abrir su bolso, sacar algo. Luego, siento una pañoleta suave en mi frente, me limpia como si esto fuera parte de su trabajo, pero también como si fuera algo personal.

—Tranquilícese —me dice—. Recuerde quién es.

Me quedo quieto, la escucho.

—Usted es Alessandro Falconi: creador de las Becas Horizonte de Futuro.
—Fundador del hospital Vitalia, que apesar de ser privado tiene convenios y las mejores atenciones a familias de bajos recursos.
—El hombre detrás del proyecto Città d’Arte Viva, que aumentó el turismo en un treinta por ciento…
—Y de la cadena de hoteles Falconi Resorts, premiada internacionalmente…
—Y del programa Manos que Sanan para comunidades vulnerables…
—Y de las escuelas reconstruidas…

Habla sin dudar, como si todo eso lo llevara memorizado en el corazón.

—Usted… es una buena persona —dice finalmente—. Ayuda de verdad, es bondadoso.

Me río bajo, no puedo evitarlo.

—Eso es un buen negocio —respondo—. La filantropía mejora la imagen.

Ella guarda silencio, un silencio que me incomoda, luego hace un sonido suave… como una mezcla de decepción y tristeza. Un suspiro que no esperaba.

Y ese pequeño sonido… me duele.
¿Por qué? No lo sé, no quiero saberlo.

—¿Qué? —pregunto, hundiendo el ceño.

—Creí que lo hacía de corazón, por qué realmente quería ayudar—dice, casi en un murmullo.

—No —respondo sarcástico—. ¿Qué clase de multimillonario cree que soy?

Ella vuelve a quedarse callada y ese silencio es peor que cualquier regaño.

No debería importarme, no debería importarme nada de lo que ella piense.

Pero ahí estoy, tenso, molesto… con ella, conmigo, con todo.

—Aurora —digo.

—¿Sí? —responde suave.

—No haga ese sonido.

—¿Cuál sonido?

—Ese… de decepción.

Ella ríe, muy bajito, una risa triste.

—Es que… pensé que realmente... pensé que era una persona con corazón caritativo, no sé… alguien que lo hacía de buena voluntad. Y sí, tal vez ayuda aunque sea por su imagen, pero igual no deja de ser decepcionante para mí.

Y eso me remata. No sé por qué. No sé cómo.
Pero me remata.

—Aurora… —murmuro, sin saber qué decir, sin saber qué quiero decir.

Ella vuelve a limpiar mi frente, como si lo que acaba de confesar no fuera importante, como si lo hubiese soltado sin querer.

—No se preocupe —dice con una ternura que me enciende el pecho—. Igual creo en usted.

Y ahí, en esa frase…

Algo se acomoda dentro de mí.

Por primera vez en muchos años, la opinión de alguien me mueve, me sacude, me cambia el ritmo del corazón.

La empresa espera, mi vida retoma su rumbo, pero ahora… ya no estoy solo en la oscuridad.

Aurora está ahí, y aunque no lo vea… la siento brillar.




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