Amor Ciego

Capítulo 23. Celos.

El vehículo se detiene, pero no en la entrada principal, jamás usaría ese acceso, no pienso darle a los curiosos el placer de verme vulnerable, ni permitir que los empleados cuchicheen sobre cómo regresé después de mi accidente.

Roberto baja por la zona de carga, una entrada discreta, silenciosa. Perfecta para mí.

—Ya estamos, jefe —dice Roberto desde afuera.

Aurora me ayuda a bajar con su mano suave sobre mi antebrazo, como siempre y entonces escucho pasos acercándose. Dos pares. Uno pesado, firme; otro más ligero, acelerado.

—Alessandro —reconozco inmediatamente la voz de Marco y mi asistente—. Bienvenido de vuelta, hermano.

Su tono es cálido, sincero, con Marco nunca tengo que fingir.

—Jefe —saluda Mateo, más joven, más entusiasta—. ¡Qué gusto tenerlo otra vez con nosotros!

Pero lo que me irrita no son sus palabras.

Sino lo siguiente:

—¡Aurora! —Mateo suena feliz de verla. Ridículamente feliz.

—Qué alegría —agrega él, casi cantando—. Al fin puedo trabajar con usted en persona.

Ella ríe y esa risa es… demasiado dulce, demasiado cómoda.

—Hola Mateo —responde ella—. Me alegra verte también.

La escucho darle un pequeño golpe amistoso en el brazo, ese sonido suave de tela y piel.
Demasiada confianza.

Marco interviene con tono cómplice.

—Aurora, ¿cómo estás? —le dice con cariño natural, de esos que se consiguen con años de amistad.

Ella sonríe cuando responde, y sí, puedo oír su sonrisa.

—Muy bien, Marco, gracias por preguntar.

Y ahí, en ese momento…

Algo me arde por dentro, celos, ridículos, innecesarios, violentos.

Nos movemos hacia mi ascensor privado, el único que nunca se usa sin mi autorización. Siento la brisa que corre por el pasillo trasero, el sonido hueco de los pasos, el eco aislado… completamente diferente a la entrada principal, donde siempre hay murmullos y cámaras.

Aquí, solo estamos nosotros y justo cuando estamos a punto de entrar al ascensor, escucho a Aurora soltar una carcajada suave, espontánea, genuina.

—¡No puede ser! —dice Aurora riendo.

—Es verdad —responde Mateo entre risas—. ¿Ve? Te lo dije, tienes que enseñarme a hacer ese té especial para no dormirme en las reuniones del edificio.

—Solo si prometes no quemar la cocina—remata Aurora, divertida.

Los dos ríen.

Y a mí… me ruge una molestia absurda en el pecho, camino junto a ella, con la mandíbula apretada.

Me acerco a Marco.

—¿Desde cuándo Mateo tiene tanta confianza con Aurora? —pregunto, fingiendo neutralidad y fracasando por completo.

Marco hace un pequeño sonido de sorpresa.

—Desde ayer —responde—. Es que Aurora hace eso con todo el mundo. Tiene ese… no sé… ese brillo raro, la gente le habla fácil.

No sé por qué, pero eso me molesta.

—¿Y tú desde cuándo tienes tanta confianza con ella? —añado.

Marco suspira con paciencia.

—Alessandro… la conozco desde hace años. Mi hermana y Aurora estudiaron juntas. Siempre ha sido como… parte del círculo cercano de Fiorella.

Eso me cae pésimo.

—¿Por qué no me habías hablado de ella? —exijo.

Marco suelta una carcajada corta.

—Porque no pensé que una chica como Aurora te interesara a ti —dice sin filtros.

Me quedo en silencio, absolutamente mudo. No sé por qué eso me dolió, no sé por qué quiero… contradecirlo.

Aurora vuelve a hacer un chiste. Mateo ríe otra vez, sin contenerse.

—Ay, Aurora, por favor, no diga eso —dice el entre risas—. Me va a hacer llorar de lo que me hace reír.

Y ahí…

Algo en mí se rompe, me detengo justo frente al ascensor.

—Aurora —digo, con voz fría, cortante.

Ella se calla inmediatamente, siento cómo se endereza.

—Sí… Señor Falconi… —responde. Su voz ya no suena risueña.

—¿Puede decirme qué demonios está haciendo? —mi tono es frío, autoritario—. ¿Vinimos aquí a un circo? ¿A entretener a mis empleados? ¿O a trabajar?

Ella traga saliva. Lo oigo.

—Yo… solo estaba—

—No. —La corto de inmediato—. Usted no está aquí para contar chistes, no está aquí para hacer reír, no está aquí para coquetear con asistentes, está aquí para concentrarse, para trabajar, para ayudarme a funcionar, ¿entiende?

El silencio se vuelve sólido.

Marco intenta intervenir.

—Alessandro, no es—

—Cállate, Marco —le digo sin subir el tono, pero lo digo con la autoridad suficiente para que se calle.

Aurora respira hondo. Apenas.

—Lo… lo siento —murmura ella, y su voz está quebrada—. No volverá a pasar.

—Más le vale —digo sin mirarla. Mi mandíbula está tan apretada que siento un dolor en las sienes—. Si quiere hacer reír a alguien, hágalos reír afuera, no mientras esté conmigo, no en mi presencia.

Puedo sentir cómo Mateo se hunde.
Cómo Marco frunce el ceño.
Cómo Aurora… se encoge dentro de sí, lo hace con una distancia fría, profesional, casi mecánica.

Entramos a mi oficina y las puertas se cierran.

El silencio es tan aplastante que siento que podría romperse con un suspiro y cuando escucho a Aurora respirar… muy bajito, como si no quisiera existir…

Entonces lo sé: he sido cruel a propósito y por razones que no quiero entender.

Después de unos minutos la oficina por fin se queda en silencio. Marco salió. Mateo salió.

Solo queda el sonido leve de Aurora acomodando cosas, pero su respiración…esa no está normal.

Demasiado contenida, demasiado frágil.

—Señor… —su voz llega como un hilo roto— ¿puedo ir al baño?

No es una pregunta, es un ruego y la escucho quebrarse.

Mierda.

Me acomodo en la silla, apretando los puños. No sé por qué me molesta tanto escucharla así. No sé por qué la idea de que esté aguantándose las lágrimas por culpa mía me retuerce el pecho.

—¿Para qué? ¿Para seguir contándole chistes a todo el mundo? —escupo, aferrándome a mi estúpido orgullo.

El silencio que sigue…me mata.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.